miércoles, 27 de enero de 2010

El alba de la adolescencia




Hay una parte nuestra, todavía no secada ni inerte, una parte aún blanda y vascularizada de cuando éramos niños. No la parte ya sí seca y remota de la primera infancia, si no ésa donde debutaban nuestros escarceos con una vida adulta lejana e ignota. Hablo del alba de la adolescencia de los 11 años en adelante, la época en que un bigotillo velloso y el pudor recién estrenado, convivían creíamos camuflados, en la inagurada intimidad de hacía un par de días. Cuando la infancia empieza a perder grados de inclinación y empieza a ser otra cosa.

Nos cueste creerlo en nuestro papel protagonista, que asumimos por hecho en nuestras vidas, hay un dispositivo mecánico y tirano detrás, que es la pubertad, causante de todo este cambio de guión en la trama hasta entonces. Una metamorfosis por otro lado de Oscar de la academia biológico, un maravilloso despliegue multilateral, que va goteando hormonas físicas y psíquicas como una máquina inteligente, imposible de crackear ni entender en su momento, pero que nos embarca de raíz a la única singladura hacia la adolescencia, aquella época en que creemos como nunca tener de todo, cuando en realidad carecemos de casi todo. Quizás la edad adulta sea cuando crees que te falta casi todo, y en verdad tienes mucho más de lo que crees.

Pero hablaba del niño adolescente al que aún se le siente blando dentro de nosotros. Aquel ser ingenuo y a la vez determinado, que tanto sentía, y que balbuceaba garabatos de sueños en hechos. Era más una criatura en la barra de los sueños, que acababa sorbiendo chupitos de ellos.
Un niño sin personalidad, embrión de muchas cosas, que da manotazos de vida preadulta escribiendo un corazón de tiza en la pared por ejemplo. Todos los cambios son tan naturales que parecemos haber crecido para ellos. Es también la época vulnerable de nuestra psique por excelencia, cuando el blindaje de castillos de fantasía de la infancia se ha esfumado, las niñas dejan de ser compañeras de juego e iguales, el bigotín cercena nuestra estética, y las hormonas son como un jarabe mágico, que engullido muta todos nuestros paisajes habituales a la vez que nos apasiona por ellos. Eso sí, se olvidaron un tríptico con las instrucciones de la nueva consola que no aparecerá ya nunca. La naturaleza, en su rol de sabia, es implícita.

Así que somos graciosetes miniyoes. Vigorosos bigotudos con narices anchas en plena y llana edad del pavo. Un ganso de persona, expuesta y auténtica, con la maravillosa contraprestación de vivirlo todo con una pasión máxima. Nuestra imbecilidad sonriente de entonces no es más que la suerte inigualable de descubrir tantas cosas, probar tantas experiencias humanas por primera vez. Por mucho que queramos volver a ellas, a aquellos tiempos en que vivíamos colmados con tan poco, con sólo probar las cosas, nunca prodremos regresar.

Hay años felices, y años estables, años heroicos y años de éxitos, años de realización y años de nostálgica infancia, pero los años de sentir días y días a flordepiel, aquellos maravillosos años sólo son unos y merecen ese apelativo, porque es un abrir por fin el regalo de la vida por uno mismo, un regalo casi infinito y personal, sin que te quiten el papel los otros o sea un sucedáneo con esquinas de goma, es el bendito juego real y de tamaño inabarcable. Y es un juego y disfrutar, porque todavía no lo ha agriado nadie. Hay un maravilloso bonus los primeros años con vidas que parecen infinitas, al menos a mí me pasó, con derecho a hacer el ridículo y equivocarte otra vez.
Luego ya vendran los sudorosos ritos de iniciación y el embudo marginal de la cultura, el tener que ser alguien y renunciar a la magia, y el inevitable sufrimiento de tener un yo.
Pero en esos años se nos permite seguir soñando e inventarnos las reglas del mundo mientras se tiene que volver a casa a las diez. Y sentimos aún blando ese miniadulto que fuimos, engreído y vulnerable, tan diferente a como somos ahora pero con el mismo color.

Yo era requetetímido, estaba requeteenamorado de la chica más tonta de la urbanización, me teñía el bigotillo con agua oxigenada, iba a misa sin mis padres, no paraba de hacer deporte, era creído, y era el hombre más feliz del mundo. Si entonces Radio Futura, Mecano, George Michael, podían ser las divinas melodías de aquellos días de Tom Sawyer, seguro que esta noche algún adolescente titila vida en su habitación, mirando al techo, soñando su vida esta semana, y escuchando la melodía del turno de los tiempos. Por ellos, por nosotros ;)


1 comentario:

Mònica dijo...

Ya lo comenté en su día, en esas horas tirados en esa cama de Omonia escuchando Mecano, creando sueños que cogen forma, el primer post del año y el mejor, a ver si te superas en esto.

besos