miércoles, 13 de enero de 2010

Me llamo anZ63218792K98

Qué importante, trascendente y única parece la realidad. Lo que para nosotros es real no hace falta decir que depende 100 % de nuestro cerebro, el filtro asumido. En los márgenes de la realidad se quedan los infrarrojos, los ultravioletas, los improbables, los no nacidos, las opciones paralelas no escogidas...
Qué difícil es admitir que hasta nuestro yo es un accidente. Que entre las miles de camadas de miles de espermatozoides de millones de progenitores históricos, la bolita fue a dar un ser con nombre y apellidos, DNI, libros de fotos y poemas escritos. No se nos pasa por la cabeza poner a nuestros hijos anZ63218792K98, algo que puede parecer monstruoso porque se parece a un código de barras. Pero no por ello debemos olvidar que eso somos. Esta identidad perecedera nos daría más sensación de intemperie, ver la vida más como una sala de espera, en que en cualquier momento te pueden llamar, cosa por otro lado bastante realista.
Preferimos no mirar. Que la realidad sea el centro del mundo, que el universo gire sobre ella, a pesar de lo que digan los astrónomos. Nuestra realidad es aquello que queda tras un colador ontológico colosal. Después de eliminar archimillones de posibilidades (espermatozoicas, geológicas, astronómicas, cuánticas...) aparece esta realidad que nos resulta tan única, especial e irrepetible. Cuando fácticamente nuestra realidad es más una sala accesoria, pequeña, ni mucho menos céntrica, como una alcoba alejada de lo que en verdad es real.
Una sala cuca eso sí. La realidad es ontológicamente cuca. Un dios jubilado seguramente pagaría por ella un buen precio. Es pequeña, no muy céntrica, pero bien amueblada y con diseño, hasta con un jardín todavía vivo.
Nos cuesta eso de bajarnos los humos y creer que somos de barrio. Nos tira ser de palacio, las fauces de nuestro ego sí que son eternas. Nos ponemos en el centro de los tiempos y los espacios, nos montamos un Dios todopoderoso y decimos que somos el hijo de Dios... Y en menor medida, intentamos que las verdades de la ciencia no tiñan nuestra ilusión de importancia. No queremos mirar. Nos ponemos nombres y apellidos para ser únicos, hasta intentamos dejar absurdas huellas pseudoinmortales, vivimos la vida como si fuera una posesión a explotar, más en trono que en el suelo,una gran obra que tenga hasta museo para visitarla al final de nuestros días. Nada que ver con esa sala de espera del anZ63218792K98, que puede llegar a durar 90 años, más bien un regalo a cuentagotas continuo que otra cosa. Que se sepa que se acaba el mundo, que ya se sabe, no quiere decir que tengamos que cagarnos dentro antes de cerrar la puerta. No va a haber más guerra, que la que hay en Tierra Santa, vergüenza del ser humano, en un territorio antropocéntrico y teocrático a más no poder. Lo que probablemente más haya, sea un necesario sentido del humor.

Próximamente:

Mi sonda y mi megalomanía: o porqué soy un filósofo.

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