lunes, 27 de febrero de 2012

Reino de Pinos

Habito un reino de Pinos. Mis ojos se topan con ellos por doquier. Son pinos playeros y ochenteros, pinos de autovía que parecen haber salido al hacerse ella, son pinos domingueros, testigos de cientos de miles de acampadas emigrantes en sus faldas. Luego todos se van, y siempre se quedan ellos en el escenario, impertérritos, pinos viejos y medianos, estancados en su crecimiento de tantos hermanos que son. Es un país de pinos, las aceras se tapizan con pinaza, las monedas son los piñones que subsaharianos recolectan, y las piñas hacen de granadas en los juegos marciales de los niños pino.

Tienen un espíritu común, colectivo y perenne. Los años mutan pero ellos no. Son igual de bellos que sus hojas, ni mucho ni poco, mediterráneos, o verdaderos promotores de la mediterraneidad. Y están los pinos de galería de arte, los que moran en primera línea de mar, pinos abatidos, retorcidos, moldes del viento. Pinos obra de arte firmados por el viento de los siglos, peinados por una gracia accidental y realísima.

La sombra de las pinedas envuelve un pequeño viaje al pasado porque todas nuestras infancias transitaron e hicieron crujir esa pinaza con olor resinoso cuando todo era más grande e inexplicablemente más mágico.
Y esta pineda es ochentera, tiene hasta fósiles, objetos descomponiéndose aún de esa época. Sólo son el decorado de lo que a cada uno nos pasa en sus casas, pero nos hacen de parque, de bosque, de confesionario transeúnte, y de silla mental con un paisaje que predispone.
A veces no nos damos cuenta que ellos estaban antes que todos nosotros y todas las casas, como si fueran una verdad latente cuarterada y retocada por caminos y construcciones. Como si fuesen las pistas de un edén plácido al que revisitar.  

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