domingo, 12 de agosto de 2012

El precio de la vida (El alma callada)


Quedará siempre en el mundo de lo no calculado, cuánto cuesta una vida. Todo lo invertido por padres y uno mismo, lo gastado, ingerido, usado, y el despliegue de sus prestaciones. Estaríamos hablando de cifras astronómicas, que curiosamente nadie calcula, en esta sociedad que todo lo cifra y cuantifica.

Otra cosa diferente, y quizás relacionada, es el precio de vivir una vida. Me refiero a lo que uno debe dar de sí, porque esa millonada previa en cifras, todos sabemos que no viene gratis. Verbalizamos a menudo, que esta vida es perra, dura, cruel a veces, fría y cruda, una eme otra. El precio a pagar por vivir, las dosis de sufrimiento, son de un coste que cualquier chequera se queda corta. Probablemente, buena parte de la población encuestable, respondería que es mucho más de lo que se esperaba, o que las cotas llegarían a alturas que nunca se hubiese visto capaz de superar.

El alma callada, más de callo que de silencio, es una alma algo fea pero resistente, a prueba de jirones y pellizcos. Una alma atea no militante, por cierto, más sarcástica que otra cosa, con el gran Hacedor de la partida. Y conlleva al verse la ristra de cicatrices, un cómo preparo a ésto a mis hijos. No puedo subirlos blandos, pues las zarzas de la vida se los van a comer, literalmente.
Vivimos un tiempo novedísimo, y no nos damos cuenta que está plagado de trampas psicológicas que nos hemos ido dejando aquí y allá. Un tiempo carísimo para la mente, los sentimientos, ante tanta posibilidad, complejidad, y libertad. Una realidad técnica que hasta a nuestros padres se les iba de las manos por su celeridad, y tal vez no nos pudieron preparar en un mundo cambiante tan rápido, rompedor de esquemas previos.

Un mundo que tenía sus protectores, barreras, quitamiedos. Un mundo rígido, pero mentalmente económico, con esquemas simples y férreos. Con menos grados de libertad. El esquema de Dios delimitándolo todo, leyes sociales levantando direcciones y paredes, sueños cortados por una imposibilidad económica.
Luego todo se desbocó, y vinimos la generación libre, la generación que pintaba su futuro, y hasta lo microdetallaba, ya no se lo pintaban. Y sufrimos ser dueños de nuestra alma, mientras no nos faltaba de nada. Nuestra vida ya no estaba encargada, pero pilotar éso, a veces es una empresa titánica para una pequeña criatura que no modula su alcance. A veces nuestros planes, nos hacen mutar en pequeños peces vulnerables ante mundos hostiles mal calculados. Lejos de aquellas versiones del mundo que nos preceden, llenas de artilugios sociales que hacían de seguros y reaseguros de complicarse la vida, mental, ante tanta escasez material. El progreso ajusta los niveles de esa protección y los disminuye, como un mecanismo cósmico subyacente.

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