lunes, 3 de diciembre de 2012

Escuelas silvestres


La época en que fui un niño católico. Que suena a catódico, a criatura que ha ingerido unos polvos y le han alterado la función urinaria. Católico.
Nuestro buche del pasado, es una masa ingente de episodios mediocres, el pasado de toda persona está lleno de vivencias a peso, rutinas, grandes trayectos errados.
Aderezados sí, con alguna andanza novelesca e historias dignas de ser relatadas a pelo, sin la modificación que un ángulo de vista acertado les da, ya reinterpretadas desde la sabiduría y la inspiración.

Esa masa de vivencias banales, insípidas a solas, está llena de rutas interpretativas que las ensartan con un eje de vivencias y las iluminan, es el corta y pega de las memorias, que pone en una misma caja los extractos de escenas seleccionadas para que obren la magia juntas, siendo los renglones inteligentes que explican aquello que uno es. Por encima de toda la hojarasca existencial que confunde siendo el relleno o rellano de nuestras vidas.

Escribir unas memorias no es hacer una cronología barata recitada. Es irse de excursión por el pasado, con una ruta inspirada, de gozne a gozne, hilando la estructura de uno, de planicie a desfiladero, mostrando la cueva-refugio de siempre, recorriendo la dramática orografía que nos ha transitado por dentro.

Fui un niño católico. Un niño llamado a la trompeta casi militar del Bien. Somos un surco de un estilo educativo pegado a la columna vertebral para siempre. En la España, aún oscurecida, de los ochenta, todavía tenían las riendas personajes autoritarios, con tics déspotas, con la suficiente mala leche para no encarnar la generosidad del relativismo. El Bien era la gran lavadora de todo un Régimen, de un tipo de personalidad, la gran purga de tanto empacho despótico y cruel. Llenarse la boca de Bien parecía higienizar y dotar de autoridad para ejercer luego la crueldad, en una verdad maniatada con fórceps. Estaba el tirano religioso, que impune era la fuerza desbocada que regía las instituciones, y luego estaban los mansos religiosos que participaban de ese proselitismo, pero la vida no había sido tan perra para ellos como para afirmarse con violencia.

Y allí llegábamos los niños con zapatos de velcro y mejillas sonrosadas, a alcanzar a beber a las fuentes del patio de puntillas, y también bebíamos todo ese brebaje religioso que nos daban para desayunar y merendar. Y los que sacábamos buenas notas también nos aplicabámos en eso del crucificado, los mandamientos, el pecado y la culpabilidad, saliendo excelentes creyentes y practicantes, hasta que un capote del cerebro adulto nos descabalgase de esa singladura. Al fin y al cabo nos hablaban del Bien, aquello que también pregonaba mamá en casa, y nos concordaba esa gratuidad del cristiano con nuestra gratuidad de niños, y cierta necesidad responsable de agradecer semejante chollo - aquellos partidos eternos de fútbol en el patio, colmo de la felicidad -, el poder venir a la vida a jugar sin cesar como cachorros.

Después ya le ponían una marca y un precio a todo eso, cristianismo y culpabilidad, que para nuestro cerebro infantil era una historia plausible más, nada sospechosa de ser falsa, porque todos los cuentos para un niño existen como para un novelista adulto todas sus ficciones resultan plausibles. El mito tolerado por los niños, ya era institucionalizado, y eso ya es una cosa de mayores, con sus dogmas, jerarquías, concilios, ministerios, cargándose toda la poesía y la mística de la vida. Ya éramos niños alistados en una fe, teniendo que interiorizar artículos y mandamientos, contaminados de burocracia, controlados por un espía interior inoculado, que era la Culpa. Porque el creerse superior (desde el puro complejo) al inventarse estar tan próximo a la idea absoluta de Dios, parece que autoriza a unos tipos a promover la violencia psicológica que es inocular la culpa dentro de cada feligrés, para tenerlo controlado y en parte teledirigido con una doctrina. Sólo eso explica hijos míos, el ánimo palaciego de la jerarquía eclesial.

Quiero para mis hijos un colegio silvestre. Una educación donde la naturalidad y el descubrimiento estén por encima de cualquier control ideológico y programación previa. Un patio sin miedos donde se enseñe que la línea más recta para llegar a desarrollar el talento, es el afecto, el arte y la poiesis. Un proceso que reviva y recorra como la empresa científica y la filosofía se han zafado de las garras ansiosas de la fe durante tantos siglos. Una hoguera para los cilicios, los látigos, la Inquisición, y nuestro nacionalcatolicismo que nos preceden. La historia con colores que surge tras nuestra historia negra.

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