jueves, 20 de diciembre de 2012

El día que me fueron a descuartizar


No sé bien qué edad tenía entonces, pero una edad suficientemente corta como para que me apabullaran las escenas de la ficción. Cuatro tal vez.
Entonces ya sabía bien que iba a seguir los pasos de mi hermano de 11, e ingresaría en el mismo colegio al que nos dirigíamos, sin yo entender mucho de qué trataba el plan de la tarde.

Debí sentir un soplo de solemnidad al divisar un salón de actos de hectáreas, un campo de butacas hasta mi horizonte. Creo que no hay cine en la ciudad hoy que alcance la capacidad de ese patio de butacas.
Los niños podemos sabotear el presente enredados en el más minúsculo muñeco o en la fantasía más apartada y colorista de la realidad. Podemos no hacer soberano caso a una obra de arte o el delicatessen más preciado del mundo, porque un pirata de nuestra memoria se encarna en un palito del suelo y debemos ponernos a rodar urgentemente una trilogía de piratas palo en pleno suelo. Las urgencias de la niñez son inescrutables.

Así que no recuerdo bien el transcurso de aquella tarde, porque se me olvidan las aventuras de mis monigotes, y la docena de caprichos al vuelo que intenté negociar, pero se me quedó clavado para siempre lo que mis ojos veían al alzar la mirada al escenario.

Simplemente, notaba al copioso público como observaba detenidamente el escarnio que se producía allí arriba bien centrado e iluminado. Todos estaban pendientes de aquello, con mucho respeto, en silencio sepulcral.
¿Y qué veían mis ojos? Una tortura. Veía un despellejamiento en altar, como iba brotando sangre, clavaban lanzas, se ensañaban, una jauría pausada perfectamente iluminada. Eso me estaba trastocando, qué broma era ésa, me habían traído a ese flamante nuevo hogar en el que iba a estar 12 años y asesinaban a los niños? Macabro, sentí lo macabro apoderándose de la realidad. Mi familia seguía guardando respeto a ese crimen. Yo empecé a romper a llorar y suplicar que me sacaran de allí como un poseso. Ya no valían las explicaciones acerca de qué era la ficción, la virtualidad, la broma. Me habían llevado al matadero, y a ver cuándo nos tocaba la tanda. Los niños se vuelven desnortados en su llanto, y sólo les devuelve a la realidad de felpa optimista, un caramelo, un mimo, un piropo de supermán. Me sentía en las butacas del infierno, en un espectáculo sanguinario que todos los presentes adoraban, y que crecía en carnicería dejando agonizar a un hombre de ojos tristes en una cruz clavado.

El pavor por ver Jesucristo Superstar no me duró para siempre. Ingresé a ese colegio dos años más tarde sin rastro del trauma. Aunque se me quedó la manera truculenta que tienen los adultos para contar sus cosas, a veces enrevesada a veces rebozándose en lo tétrico, y los vi una tribu menos feliz y directa que la nuestra.

No hay comentarios: