sábado, 8 de diciembre de 2012

La epifanía erótica


Y apareció Pati como un relámpago erótico en la frontera de la niñez, de esos que se desvanecen para un niño enseguida tras su epifanía, como un flash poco consciente.
Estabámos Miguel y yo a media playa, dejando los enseres playeros y tomando lugar cerca de la orilla. Cuando apareció esa femeinidad niña, promesa en un bañador de una pieza creo verde esmeralda. La aparición fue breve y se apagó al momento. Después le dimos a las palas, nos bañamos, o nos tumbamos como niños iguana en la balsámica arena blanca ardiente.

Pero esa niña epifánica, resultó ser la vecina contigua por arriba a Miguel, mi amigo-hermano desde los 3 años, mi Paul Pfeiffer. El niño vecino de enfrente, que se acababa de mudar con su familia a un piso más cerca del mar y sin jardín que mantener por sus padres ya mayores, llevándose al niño de enfrente en el traslado, pues a partir de ahora yo iba a vivir en esa urbanización más que en mi casa. Me cambiaba de barrio.

Patricia nunca me gustó de primeras. Era fea. Uno es feo o guapo en las primeras décimas, tenemos un escáner que dicta resultado instantáneamente, la belleza física suena instantánea, es un advenimiento. Lo que pasa es que hay mucho feo que se pasa la vida rebatiendo esa obviedad, maquillando la verdad, hay hasta empresas e instituciones creadas para regatear ese factum, pero uno es guapo de cojones o feo de cojones, en las distancias cortas no hay otra.

Después está todo ese periplo cuando el cuadro toma vida y la personalidad engancha o repele. Viene la matización infinita en guapotes, feotes, resultones, potentes, creidillos, barbies, kents... A mí Patricia me ganó por su descarado interés hacia mí, porque a un niño que le salgan adeptos es como si el perrito herido le viene cada mañana a lamer, y el niño lo hace suyo, lo cobija y se hace inseparable. Los primeros amores nos pueden por el cariño, como los gatos. Yo veía a Patty como me miraba, y veía unos ojos torpemente encandilados hacia mí, felices, en sus ojos saltones, y con su rasgo más definitorio acompañando, unos incisivos de conejo, que era una monería o un insulto depende del que mirase.
Era una criatura con la atención imantada hacia uno, que tiraba papelitos a escondidas, regañaba a su hermano pequeño, cupido chivato, o pintaba corazones de tiza aludiéndome, que yo descubría sin mucha dificultad en algún rincón. Me ganó, para la causa, la seguí, me hice fan de mi fan.
Yo buscaba o tendía a una niña guapa, una princesa de once años. Ella no era un bellezón, ni fea tampoco luego. Precozmente femenina, muy bien vestida, estética, a la última y en primera línea a sus diez años. Nos hicimos novios dos años, novios de mentirijilla y eternos, sin ningún atisbo oficial, todo timidez, un amor en el aire, mantenido a tientas, pasionalmente etéreo. Tan platónico que vivía dentro, y resistía los inviernos en que nos hacíamos invisibles en la misma gran ciudad, en noches que uno se iba a dormir sabiendo que por alguna azotea de ese marasmo urbano, soñaba ella. Y llegaba con ansia el nuevo verano y vería a mi prometida, que era eso lo que uno vivía sin ponerle un nombre.

Mojar los pies en el mar del amor y el erotismo, muy inalámbrico entonces. El amor a cámara super lenta, especulando amor, siguiendo una be hache a otra bh en una excursión, en un acto romántico y sabueso, con el sentimiento inflamado y la carne civilizadamente niña, la lujuria todavía grogui sin salir del cascarón. Saberse unidos todo un verano, por esos centímetros de más en la cercanía de los juegos, por la atención mantenida y renovada cada día, por las miradas turbantes que se cazaban de improviso, por ese sagrado respeto que se gestificaba en la timidez mutua y cándida. Un amor anónimo, no declarado nunca más que a notarios de tiza. Pero un amor flan, tan vivo y nervioso por su clandestinidad infantil, y su condición virgen y debutante.

Y se disipó al tercer verano tal como vino, entre el capricho y la trascendencia. A veces las historias se desvaen, se deslíen, y aquel sentimiento hinchado con los pulmones, amor pneumático de niños, acabó pinchado por mi fan, o por el personaje que yo le había interpretado.

Porque que fuese femenina y a la última, no eran ni mucho menos los dones de la garantía absoluta, y que yo le gustase tampoco desencadenaba el big bang del romanticismo, más bien de la compasión. Y el perrito herido llega un día que te la da con queso, llega un chico nuevo de paso a la urbanización y se acaba todo el juramento atmosférico y el romanticismo de marras, se hace del Betis como te destierra de los nombres de la tiza, y tú eres un parias e intuyes que no te puedes hacer fan de la fan. Porque ya es demasiado tarde, y está todo el kit estrenado del romanticismo desplegado por todas partes. Tú quieres seguir jugando, y la vida (ya no los padres) te manda recogerlo todo rápido y deprisa. Acudes al amor con una hogaza de pan bajo el brazo, rodillas peladas, sonrisa dulce y perpetua, como el que no posee ninguno de sus juguetes y los dona a todo el mundo. Acudes al amor con vocación de papanoel, y sales escaldado y trasquilado, porque el amor es un ábaco y una partida de cartas con cuentas pendientes. En que un día eres Dios, y el otro el mendigo. Y empiezan a caer en cascadas todas esas canciones dramáticas que agonizan amor, y te rebozan en el juego exagerado en el que tú sólo querías seguir juntando vías de tren. De repente lo romántico se convierte en un gran Corte Inglés, donde la gente va a escoger y probarse los amores hasta elegir el que se supone que es suyo. Cuando el amor siempre ha sido una be hache seguir a otra bh, con un helado de por medio, y sin ningún nombre que lo paralice.
El amor siempre es una especie frágil de mariposa.

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