miércoles, 19 de diciembre de 2012

La era de la épica deportiva


Hubo un tiempo y un lugar, no muy lejanos, en que unos pequeños hombres ante un micrófono vertían sus almas hasta morir.
Recuerdo en mi niñez de los ochenta, cuando nos despunta el bigotillo deportivo, tardes de domingo encerrados en un coche vibrando con los sismos que convulsionaba la radio entre la primera y la segunda b.
El locutor veinteañero esperaba su turno lleno de mono. Como un recambio en la banda que va a salir a batir el récord de Lewis, como un toro que va a matar al torero, como Perico décimas antes de atacar a Lemond. Y volábamos todos con él, demarrábamos todos juntos, mordíamos las palabras al unísono, y la pelota parecía acelerarse con el tono, el aire se llenaba de olor a peligro, y coche-vecino...locutor...pueblo entero nos rebozábamos en el gol, jauría extática, exorcismo vascular, orgía mediática. Nunca un hombre se fue tanto a la locura y regresó, como Víctor Hugo Morales en el gol de la jugada de todos los tiempos, barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés?...

Los ojos de los locutores no sé si se ponían blancos y les salía espuma de la boca, pero nos sacaban todos los males, era nuestra danza tribal para sacudirnos lo sucio del día y que cayera al suelo o a la alfombrilla del coche. Porque en esos tiempos no teníamos mucho más, eran los ochenta y el mundo se iba por el botón de la radio el domingo por la tarde. El locutor se volvía entonces chamánico, imantado por todo ese polo social que le subía al atrio de lo relevante, y se vaciaba en la narración blandiendo el micrófono, hablaba con la entonación de una cosmogonía en un quirófano de urgencias, mordía las agudas, bateaba las esdrújulas, rompía las comas. Su relato era en bajada siempre, a veces en puenting, la voz tenía ojos que a veces veían venir el gol y entonces la voz se hacía enorme, se hinchaba como las venas del periodista, la atmósfera estaba toda infartada, y el gol a grito pelado entre sollozos no era más que toda la eyaculación del país y de la tarde, toda la madre sentida del periodista metida en la vocación, un intento de despulmonarse, sacrificarse, dejar la vida en mitad de los ochenta por un gol una tarde de domingo. Tan espúreo y trascendente como un sacerdocio del gol.

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