martes, 11 de diciembre de 2012

La falsedad de las encuadernaciones


Nadie guarda periódicos. A lo sumo las amas de casa para tapizar un suelo fregado. Los lee la mayoría más por entretenimiento que por utilizar el saber que transmiten. Y la prensa es esa fruición atmosférica entre las noticias y la gente, que sólo dura un día, como una reverberación percusionista de la actualidad.

Los libros y la literatura no distan de ser ese mensaje que se apaga para siempre. Cada año se editan miles de libros, todos con la misma apariencia y pretensión de libros, con la encuadernación standard de los tiempos. Y la mayoría son consumidos y nos entretienen, sus dos cientas páginas de promedio se leen en 72 horas o espaciadas un verano. Pero tal vez un 5 o 8 % de libros del total, gozan de una segunda lectura, siendo sepulcrados en una estantería u olvidados de título o trama para siempre. Sabemos que esos bestsellers suecos sirven sí para hacer películas, pero no para moldear vidas, aunque calcen la pata de la cama como ninguno.

Una minoría de obras llevan ahí al autor ensangrentado o ciego de lucidez, con intención de incrustarse en las existencias de los lectores y sudarle que se lo pasen bien. Obras que resuenen en los vacíos del prójimo, pringuen de grasa los sueños oficiales o estrujen de forma bella las vísceras caducas del animal social. Libros de mesita, cabecera o lugar presidencial de estantería, por si las emergencias.

Todo libro que no trasciende a la memoria, que no se incrustó nada en ella durante su lectura, es otra historia periódica más, un refresco, un snack, un gargarismo. Bien haría el mundo editorial dejando el bolsillo y su precio a los refrescos, y la tapa dura y su reserva a lo fumable. Porque hay tanto snack con apariencia y hechuras de libro, que uno lo consume, le hinca el diente, y ay el producto ya está pasao. Esos purés bastan ya para los mellados y los sin dentadura.

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