jueves, 27 de diciembre de 2012

Lindes creativos


Soy un quesero de ideas, en mi vaquería, y no un virtuoso violinista del lenguaje. Por suerte todavía quedan monstruos culturales, prosas infestadas de poesía goteando, que le dejan a uno en su sitio. Umbral se ha muerto, pero ha dejado ahí su listón a la altura de los sobreáticos. Veo este libro y es más un barrón de yeso enorme a franquear, que unas hojas encuadernadas. Los cuadernos de Luis Vives tienen un peso simbólico de cincuenta kilogramos.

Pero somos dos cepas distintas de la doma del lenguaje. Yo nací en la estepa filosófica, él viene del carril hondonado de la literatura. Caza palabras y las mete en un bote de cristal, desde que tenía uso de razón. Ha desayunado leche con poesía y yo bocadillos de conceptos. Soy el ser sustantivo con lo adjetival atrofiado. Hago trucos con sustancias, metáforas nominativas, imágenes plásticas de las profundidades. Él tan inmanente, es apenas metafísico, y crea lenguaje juntando un adjetivo inagural en el saliente oportuno de la palabra. Buscamos ambos lo plástico, pero mi pureza viene con niebla de las alturas y la suya huele a palabras recién hechas.
Él constata que escribir no sirve para nada, y mis textos parecen querer tener brazos.
Como un jugador que tiene gol y otro antiheroico que regatea como los ángeles, un chutador casado con el gol y un antisistema que dribla al propio gol.
Uno no quiere ser más que Umbral, y tener ese kalashnikov para la palabra, como cualquier criatura querría trazar como Dalí viendo su realismo tan vívido. Toda criatura que escribe querría ser poeta, y si no miente. Un ser de ojos velados que emite las palabras justas y exactas para iluminar la realidad. Todos los libros que se han hecho son empresas frustradas de esa aspiración primordial.
Para mí Umbral es un techo, y a la vez es un faro en ese añil extravío secular. Si hubiese un jurado, para señalizar la referencia menos frustrada del poetismo, desde mi vaquería certificaría al vallisoletano ganador por puntos. Se harta de noquear al oráculo del idioma y se jacta con razón de que nada es inefable.

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