martes, 4 de diciembre de 2012

Post de madrugada


Las farolas y la piscina hacen de cinematógrafo que proyecta la película de las aguas sobre el edificio de enfrente. Es noche cerrada. Una cocacola ha sido el pasaporte que me ha llevado aquí, a este claro de la noche, soy un niño sensible a la cafeína. En horas como ésta se deciden los días, los directores generales se levantan, los revolucionarios conspiran, los locutores encienden las ondas, los mariscales inician los ataques. Tal vez algún día nos despierten los jenízaros y se nos caiga muerto el cepillo de dientes al suelo.

Todos los animales están trajinando en el bosque, la selva o la estepa. Desprecian el día y se lanzan a la aventura cerrada de la noche. Los bosques trabajan cuando los hombres duermen, y se dan escenas sanguinarias de caza censuradas por la oscuridad. El mundo opuesto al hombre no es el alienígena, es su hábitat abandonado en los siglos, el de la laboriosidad nocturna, el de la oscuridad impenetrable, la trampa forestal de árboles apagados y bestias que parecen tener mil dientes.
Que levante la mano quien se atreva a atravesar una selva de noche. Sin pañales, para dudar si cada silueta es una bestia homicida, presentir un ataque cada vez que tu pisada es un chasquido de hojas que te vuelve a delatar, no saber si ya tendrás un escorpión subiéndote por las botas, o ignorar si el ruido constante que te rodea contiene tres serpientes a punto de ser pisadas.
Alguna tribu debe tener un rito iniciático que criba a los adolescentes haciéndoles pasar un tránsito de noche en la selva, con el listón de la mortalidad.

Nuestro rito iniciático hoy es no deprimirse encontrando trabajo después de haber prometido el oro del moro y estar mejor preparados que nunca.
Es muy buena hora ésta, para convocar una reunión trascendental, de selva. Invita a la asamblea. La primera vez que tuve que reunirme conmigo mismo, el congreso de uno de 1994, lo hice de noche. Recuerdo, y al hilo de ayer, que al iniciarse el julio de aquel año, me había congregado para repasar por mí mismo, toda la programación religiosa que me habían introducido en Maristas. Era una reunión trascendental, así que me dio por hacerla en noche cerrada. Creo que duró un par de semanas, tenía yo 17 años, en el pueblo de los veranos de mi infancia, leyendo en la terraza que veía el mar a lo lejos. Y sí, fue mi rito iniciático voluntario.

Durante aquel año de tercero de BUP - pues qué son los años de un niño, sino las marcas de los cursos que pasa - me empezó a salir la racionalidad, como antes me habían salido el bigote, las patillas, y el pavo que me hacía comprar camisas de cachemir. Fue también el año que Gemmita me dejó, tras 5 meses de eterno amor, y empezaba una nueva asignatura, rara avis en un colegio, que se llamaba Filosofía. A la vez entrenaba seis días por semana en un equipo semi-profesional de baloncesto al que fui a caer más que ir a buscarlo. Tenía poco tiempo. Y la racionalidad, una especie de molleja que iba apareciendo y me iba creciendo, no paraba de hacerse preguntas trascendentales que nunca se había hecho. Era tanta la acumulación de cuestiones, que yo, muy ordenado, decidí desplazar todo ese aluvión filosófico al verano, el tiempo opuesto a la vida corriente, cuando todas las ocupaciones cesaban, regresábamos al paraíso perdido del sol y el desnudo, y me podía dedicar a perder el tiempo y a las niñas, dos cosas que no había en Barcelona.

Como un anacoreta nocturno escogí una serie de lecturas sobre las cuales yo discernir lo que buscaba: saber hasta qué punto lo que me habían enseñado y adoctrinado me parecía cierto, y a partir de ahí sustituir lo que no me convencía por certezas propias, talladas, encontradas. Básicamente tenía manuales de filosofía, a los que yo iba dando vueltas. Creo que por alguna carpeta de casa de mis padres yacen los apuntes que iba formulando. El hueso a roer era la filosofía cristiana, la fe me la pasaba yo por ahí, no había venido al mundo para abrazar por miedo un salvavidas sentimental que me solucionase mi angustia vital (estas cosas las interpreto ahora). En aquella mi terraza, entre pinos, con mis padres durmiendo, el pueblo veraniego de fiesta, el mar bebiendo alcohol en copa lentamente, y todo el fragor del verano ya presente, aprobé y me convenció esa filosofía teísta, aristotélica y tomista, que sensatamente ve un cosmos demasiado regular y ordenado para que haya brotado del azar. Concluí refutando que fuera necesario, ese recurso de las religiones de hacer venir un enviado a la tierra para repetir todo ese mensaje diseminado en la naturaleza, propio de un demiurgo chapucero que se queda sin cobertura en la Creación.
A Nietzsche lo leí por vía indirecta, y queda en la biografía-ficción que hubiese pasado si me aboco a un libro suyo y me arrojo por sus páginas.

Dos días antes estaba en Tenerife de viaje de fin de curso. El Mundial de fútbol de Estados Unidos transcurría paralelo. Algún colega del verano llegaba y dábamos una vuelta por nuestras calles sagradas adolescentes. Había parado todo el cotarro del colegio, pero la vida de un niño de 17 años se alternaba con un acontecimiento inteligente, estúpido, y singular, para un adolescente de esa edad. Una de esas noches, bajé a leer al paseo marítimo, en su parte más deshabitada, y me topé con el hermano de un amigo que volvía de fiesta. Se quedó a cuadros cuando me vio con un libro de filosofía a las 3 de la noche. Años después le confesaba a una amiga mía, "ha de haber gente así".

Si me diesen la oportunidad de volver a ese julio de 1994, me dedicaría a otra cosa, me dedicaría a dejarme violar por esas tres teutonas espectaculares en top-less, una de ébano y dos rubiazas, que a sus 16 años veraneaban en mi pueblo por primera y última vez, y que se habían dedicado a mirarme y preguntar mi nombre mientras jugaban con la pelota en el mar. Yo estaba en mi esplendor estético, con los 6 entrenos de baloncesto por semana, pelo en la cabeza, y aparentando veinti tantos con mi pubertad precoz. Tenía la molleja llena de filosofemas, veleidades académicas, entelequias etéreas, y no rematé la faena, pese a que tengo grabados, cosas de la vida, los cuerpos y faces de esas tres ninfas venidas del infierno que algún diablillo instaló en mi playa para deleite de todo el personal veraneante. Una noche me escapé de mi celda escolástica a regañaesquemas, y me acerqué a la zona nocturna, en una primera demostración de cual es la verdadera fuerza motriz de un hombre. No las encontré, o las perdí, o se fueron a la discoteca del fin del mundo, no lo recuerdo bien. Pero a partirde entonces me volví un tipo demasiado consecuente. No únicamento me había creido un cuento, el de la fe, sino que ahora estrenaba creencias lucientes y coherentemente me disponía a un actuar acorde. Acabé estudiando filosofía como primera opción universitaria, iba lanzado. Yo muy responsable, me pasé el año preparándome, revisando esa elección creía yo tan trascendente. Paseaba en mi aliado pueblo, reflexionando con la molleja nueva, ya gigante, y me cercioraba que escoger filosofía frente a medicina, era lo que debía hacer. Estaba más convencido que calleja. Era míster sobresaliente, así que la precariedad de las salidas, me importaba poco, y tener dinero nunca me ha preocupado mucho.

Y en COU nos pusieron niñas. Los frailes, se saltan su teoría educacional, cuando pueden recaudar lechuguitas frescas trayendo las niñas de otros colegios al COU. Con el COU se acabó mi colegio, no al terminarlo, sino al empezarlo. Treinta zambos domesticados por la presencia de criaturas femeninas inhóspitas. Un curso entero de preparación universitaria, ocho meses, cuando con dos había de sobras. El COU era una pamema, una traición a los alumnos que habían bregado once cursos en la institución. De 3 clases se pasaba a 6, la mayoría de colegios no se atrevía a hacer un COU porque sabían que no servían comida en condiciones. La selectividad era la tirana de aquel sistema educativo que empezaba en EGB. Muchos colegios ofrecían un nivel light durante once años, o no cargaban las tintas o no querían cargarlas. La selectividad no obstante, hacía que la letra con sangre entrase. Total, que acudían hordas de bachilleres a la escuela top del distrito a hacer su COU, y perecían evaluación tras evaluación, en un desnivel ártico estresante. Los locales, los de toda la vida, ya estábamos puteados a esa exigencia común, y COU nos parecía un frenazo en la cúspide que no entendíamos.

Y la relación con las niñas era muy civilizada y eclesial, casi de raya en el medio. Quiero decir que sólo algún pagano exprimió esa venida de los ángelus femeninos, y zarandeó alguna tarde con lo orgiástico, más allá del ánimo verbenero común. Yo seguía muy enfrascado, en mis trece trascendentales, racionalista, me imagino yo con el ánima insegura de un niño. Iba yo como aún un rizo más responsable, con mis creencias propias a estrenar, y chica que me atraía chica que pasaba por el sedal filosófico, y era evaluada como una candidata a modelo aristotélico. Ninguna ganaba el certamen.

Todo se volvió muy planificado, tiralineado, hasta aprendía alemán. Todo yo muy responsable, empollón, post-cristiano, como un siglo XX. Era una persona carismática, que seguía reuniéndose consigo mismo y cada vez improvisaba menos cosas. Como si hubiera pasado a tener unas gafas de la razón, y a partir de entonces miraba el mundo siempre por esos anteojos. Antes miraba el mundo a pelo, sin gafas, y no había acusado ninguna miopía. Existe una teoría subyaciente, nunca rescatada en serio, que alude a los efectos de la toma de barbitúricos desde los 13 años, por un ataque epiléptico aislado, repetido a los 16.
Como en el siglo XX, las grandes guerras estaban por venir (continuará...)

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