miércoles, 13 de febrero de 2013

Sigue buscando


Siempre he sido una niña muy aplicada, y ya puestos en vereda literaria, he procedido a examinar autores consagrados por eso de visitar el gremio donde me he metido.

Olfateando esquinas, me hice con un tomo de la serie "Salón de los pasos perdidos", titulado "Los hemisferios de Magdeburgo". Es el octavo de los dieciocho volúmenes que tienen los diarios de, Andrés Trapiello. Tiré la caña a ver si salía un pez gordo, similar a los 116 kilos/libros del pescado Umbral que me da de comer las neuronas.

Pescar pesqué una bota. Trapiello me pareció palabrero, estetizante y porcelanista. Es demasiado fidedigno, lo hace técnico, preciso de vocabulario, que no de poética. Me resultó prospectivo, de lenguaje como de prospectos farmacéuticos de la realidad, episodios en prospectos. Me asustan sus poemarios de antemano. Ya se ve que soy un lector ultra, o me fascina, o le doy pal pelo.
Te imaginas una voz débil, delicada, a punto de quebrarse, cuasi femenina, te viene a la cabeza un lameheridas.
Utiliza subpalabras, vocablos escogidos por su precisión, prescindiendo autistamente de la musicalidad, de la musculatura y carne del lenguaje.
No hay ninguna nervatura íntima, todo son nervículos con un eje vago, tropel de impresiones deslabazadas de tensión protagonista. Muy limpio sí, casi aséptico. Gris. Metáforas con señalética. Hay escritores limpios , escritores guarretes, y escritores Diógenes (como a mí me parece Vila- Matas).
Diario narrado, siempre en diferido, en sosaina pretérito imperfecto, sin apenas violencia, virulencia interior. Sólo es exhibicionista mostrándose ufano de su exilio extremeño de la civilización, y poco más. No me entusiasma, lo dejo en relativas pocas páginas bastante sentenciado.

Así que acudo a otro de los popes de la literatura española contemporánea, Antonio Muñoz Molina. Él juega con ventaja porque el libro versa sobre Nueva York, "Ventanas de Manhattan". Con el demérito de que tampoco me entusiasma. Me gusta más que Trapiello, tiene menos horchata en las venas y apunta más vidilla, pero es eminentemente descriptivo. La persona Antonio Muñoz Molina no existe, quien escribe es un visor, escáner, más o menos virtuoso, pero parece luchar contra el lenguaje fotográfico. Es literatura a la plancha. Son fotografías explicadas, detalladas. Y al final nos describe una tarde de las cien mil millones de tardes que ha habido. Es más preciso que evocador. Informa más que epata. Poética y lírica se dan en cuentagotas. Muy prolegomenista, muy de preliminares, tantos que así acaba el libro. Es agudo y reflexiona oblicuamente con acierto e inteligencia. Algo marabuntero. Y puestos a relatar, no da cuenta de la estética general de la ciudad Nueva York, ni menta su tipografía, sus hechuras, no sintetiza mucho su esencia en su vagar analítico.

Otro dejado a medio vientre de libro. Habrá que seguir buscando.







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