sábado, 16 de marzo de 2013

El gigante americano


Como niño de los ochenta, nacido un 77, sólo existió un tal Ronald Reagan, como jefe de ese país grandilocuente que salía en las noticias. La historia percibida de los Estados Unidos no alcanza a Carter, Nixon, y pilla de refilón reemitido a Starsky y Hutch. Recuerdo la ilusión que hacía el águila y el diseño de los Ángeles 84, en esa presentación olímpica al mundo de un país. No establecí la comparación - no daba para metáforas históricas - con nuestra naranja obesa con botas y la performance en general, de nuestros mundiales dos años antes. El look memorizado del estadio angelino y los juegos, sí que me han concordado años más tarde con toda la estética californiana, tan hispanamente escondida de huesos y tan anglosajona de cara y piel.

Aquella realidad estadounidense tan vanguardista, que demostraba un avance-retraso de un cuarto de siglo, poco a poco iba a ir siendo percibida a retazos. Estaba nuestro baloncesto algo neandertal, en un continente de malos peluqueros. Con jugadores que parecían estar diseñados con articulaciones peores, y empresas textiles que nada tenían que hacer con los equipamientos maqueados de Oregón y Michigan. Vestimentas traperas en pista, y bares palilleros donde tomar luego el café, frente a esas madrugadas "cerca de las estrellas".

Mientras Steve Jobs y Bill Gates revolucionaban el cinemascope y las gramolas, nosotros enfilábamos una transición democrática años ochenta arriba, sin tener pajolera idea sobre qué se cocía en la vanguardia del mundo. La tecnología era para nosotros un señor con gafas trajeado y luciente, de película en blanco y negro, que entendía las instrucciones del telefunken, y te vendía un electrodoméstico desde su puesto de sabio de la electrónica. Así de lerdos fuimos.

De aquellla latitud "espabilada", desde donde se inundaba nuestro ocio con series, películas y cine casi monopolísticamente, y se empezaba a romanizar un planeta, también venía ese maná maravilloso, que entraba por los ojos, suerte de futuro comestible, que era la santa trinidad de hamburguesa completa, cartón rojo de patatas y bebida, cuando aparecía mágicamente anunciada en el dorso de una tarjeta de bus. En tu cumpleaños y a final de curso, podías ir con tu mejor amigo y las madres a merendar.

A la romanización del siglo XX llegamos indefensos. Las empresas publicitarias de USA lo tenían bien fácil. De hecho, cuando murió Franco se descorchó mucho champagne metafórico en empresas del resto del mundo libre. Bastaba poner una foto de un menú de McDonald's al uso, para clavarnos el anzuelo de un cuarto de siglo irremediablemente. Era la abundancia, era el exotismo, era la vanguardia de los embalajes y cartones, la mera vestimenta de unas comidas.

A los niños de entonces no se nos remarcaba la procedencia estadounidense de nuestras vivencias infantiles, pero tal vez podríamos haber apartado lo americano de lo nuestro con una clasificación entre lo trepidante y lo artesano, lo excitante y lo pasable. Éramos hijos de una dictadura retrasados frente al mundo libre de todo el siglo.

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