lunes, 11 de marzo de 2013

La misa ventrílocua


Hay una imagen que resulta muy profana, y no es porqué sí. Una misa dada por una cura ventrílocuo, que sostiene un muñeco, ungido o no, y alterna sus plegarias con las intervenciones del muñeco.

Es un cachondeo hiriente para el feligrés. Ridiculiza mucho la reunión eclesiástica. Pero es que toca la fibra de todo el entramado sustentado en la fe. Hay un eco de verdad en el acto cómico del sacerdote ventrílocuo. Al fin y al cabo, un creyente reproduce la voz de Dios en su cabeza, crea una instancia psíquica, un personaje distinto a él, una entidad que le observa, le escucha, y a veces le habla interpretándole la realidad. Todo lacrado por la seriedad y lo sagrado.

Cuando aparece la imagen irreverente de un ventrílocuo de la fe, cuando Dios es un muñeco, y los asistentes en los bancos siguen sentados en la imaginación, se resquebraja plásticamente su pilar biográfico de apoyo. Es ofensivo, potente, revelador. Es una representación gráfica, una caricatura plausible de sus invenciones, de sus prótesis mentales para caminar por el mundo. Dios podría existir o no existir, lenguaje elevado; Dios podría ser un muñeco que se hace en unos talleres de las afueras y lo pinta un primo segundo, lenguaje del día a día. Podría darse una aberración psíquica de inventarse una entidad invisible a la que se habla, y los curas un día llegarían a actuar de ventrílocuos con éxito.

Mirarse en un espejo sugerente puede provocar violentarse, romperlo, y agredir por la supervivencia psíquica, antes que aceptar según que minusvalías. A la teología sólo le queda un sino, resistir.

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