viernes, 1 de marzo de 2013

La tormenta imperfecta


Donde vivo no hay empalizadas, ni manzanas de edificios, y el viento tiene campo libre para declamar con su soplido, volverse pesado, llegar a ser amenazante.
Antes las tormentas podían provocar miedo. Se iba la luz, tronaba apocalíptica la oscuridad, se oía una humedad negra y en trance, aunque yo despegaba apenas un metro del suelo. Los fabricantes de velas no proveían a tiendas de decoración, ni añadían vainilla a la cera. La vela hacía aparecer una cara aceitosa, y eso aportaba la atmósfera fantasmal y espiritista a la experiencia de tormenta. Las abuelas, tañidas de tormentas, eran el tótem de serenidad, la referencia a seguir cuando el tiempo atmosférico explotaba en ira rodeando a la casa.
Después, salíamos a buscar caracoles, las criaturas violentadas por el vendaval que salían al paso de su infantil depredador. Esta actividad se ha perdido, le digo a mi sobrino consolero de ir a buscar caracoles tras el aguacero, y consigo que inagure en mi espalda su primer uso del término drogado, precursor de estupefaciente.

La ciudad, en la tregua del diluvio, es de charol. El campo, un cuadro mullido, subido de rocío. En el mediterráneo la lluvia es algo anecdótico, pero con una vis histriónica. Ciclícamente pasa de la desaparición al drama, de total falta de protagonismo a un hacerse notar fatalista.
El mar, es un animal de manicomio plenamente transtornado, desatado, un primo virulento de sí. La playa es una factura de este mar invasor.
Las tormentas de verano, allá por el fin de agosto, eran un síntoma de su fin de pantalón largo. Días azules, exóticos de grises, auténticos parones del devenir del verano, como una pascua otoñal y pasajera que sabíamos que tendría su día.
La tormenta es agua esparcida, el mundo licuado que queda después, un incesto entre el mar y el cielo. El paisaje sería más azul que por falta de luz se vive grisáceo, como un mar apagado. La lluvia licua al mundo y lo hace menos sólido, le da categoría semilíquida, de humor. Y el humor apagado, sin luz, azuloscurocasinegro, es el ámbito de la melancolía. Lo lluvioso nos conecta como un hilo ambiente de alta fidelidad, con lo melancólico. Es su escenario natural. Después nos intentamos sacudir de su cueva paisajística y que no nos cale. En Inglaterra lo tienen más difícil. Las gotas siguen cayendo.

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