martes, 19 de marzo de 2013

Las décadas


Escribir unas memorias sobre los ochenta, tiene el riesgo de ser visto una colección de evocaciones más de la pila o de caer en lo trillado por el recuerdo audiovisual. No son los míticos sesenta, americanos, porque California era multicolor y España tiraba de gris. No es esa década con mensaje, revolucionaria, que ante la curva triunfal del progreso hizo el amago de romperlo todo, la última aparición sagrada de los psiquedélicos en la historia.

Los ochenta fueron para nosotros la esplanada democrática, una década ingenua, de progreso chato. Sociedad con poros abiertos y perfusión americana, dónde todo estaba por definirse y parecía que el desenlace histórico quería ser bondadoso, calados todos de la corrección y piedad de la pintura católica. Nunca el poder fáctico está atado, queda en el aire, faltan los flecos definitorios de intereses económicos difusos, geopolíticas, motivaciones electorales, las estéticas de la época... al final el mundo al que apuntaban los ochenta se cumplió técnicamente pero no continuó su interior pardillo. La ingenuidad de los ochenta se fue perdiendo con más progreso, su inocencia se fue evaporando. Los noventa son un refinamiento, un estilismo y maqueamiento progresivo de los ochenta. Pero a la vez que se depuran los rudimentarios ochenta, se añaden gramos de soberbia semestral a la cosa. Nos pasa como todo aquel que mejora su presencia y estilismo hasta cotas orgullosas, que le acaba dando un valor a esa potencia, desplazando otras. Amén del juego acomodaticio que representa el progreso, correr hasta la nueva tecnología atractiva y dejar el reguero de obsolescencia que va quedando atrás. Esa rampa en los noventa empieza a empinarse, y en los dos miles es vertiginosa, hasta la pared de nuestros días.

Los ochenta no son tan modernos, sólo su germen inocente, y por eso se les tiene cariño. Son ingenuos, rudimentarios, sin ser cutres (creo yo por la perfusión americana). Pienso que con las décadas basta un proceso de maduración para que el cariño se pose en ellas, aparte de haber sido el reino de la infancia de la persona. Los noventa todavía no han fermentado lo suficiente, o su generación infantil no ha tomado la voz cantante.
Para mí los ignotos setenta no me llaman, me parecen ese híbrido entre los sesenta y los ochenta de difícil digestión estética, con ese coloramen marrón arena tan parecido al cartón, esos pantalones lauren postigo ceñidos y de pata ancha en un flaco, coronado todo con unas greñas lobeznas que duele recordar.
No hay década aislada, sino que todas están atravesadas y contienen pasadizos secretos. Rememorarlas tiene su gracia a la luz del mayor número de épocas posible. El tiempo ordinario cobra destellos de diamante cuando las miradas le llegan de lugares remotos y familiaridades insospechadas, y caes en la cuenta que cualquier cosa es pariente del todo.

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