jueves, 14 de marzo de 2013

Las Final Four domésticas


En estas cuatro paredes de mi habitación se jugaron finales gloriosas. Con unos calcetines doblados haciendo de cuero, mucho juego de tórax y hombros, y una canasta mínima colgada del armario, los hermanos S. se creyeron negros, epis y centellas de la NBA. Nunca los partidos fueron tan inmediatos, palmeando para afuera tiros del aro, recogiendo el calcetín rebotado del techo, y alargando un paso a la línea de 3.25, marcarse un buzzer beater cuando no existía esa palabra.

Los otros hitos deportivos de la habitación giraban en torno al balompié. Esta vez cogía un rol más de banquillos. Se disputaban mundialitos, europeos, copas del universo, entre mis muñecos, la mayoría pitufos o figuras de los dibujos animados, en partidos dos contra dos, portero y todocampista. El cuero era una canica. Siempre ganaba el equipo que yo quería pero nunca se notaba apenas [aquí se podría derivar un test de personalidad para niños]. Tenía un campo pintado en la moqueta, pero todos los niños del mundo sabemos que la gracia de un campo está en las porterías, nada estimula más que unas porterías bien paridas, con postes, nada de montones de tierra o zapatos. Si tiene red, ya es posible fantasear con el éxtasis de inflamar la red con un gol, nada de goles huecos que perforan el aire, un gol tan visible y terminado como aquellos.

Así que buscaba las patas de los aparadores, los zócalos de las columnas, todo lo que pudiese hacer tangibles escuadrazos y tiros ajustados. Siempre he sido un tensionista.

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