martes, 19 de marzo de 2013

Pesadumbres cósmicas


Diez de la mañana en el balcón, soy el único habitante de esta comunidad de cuarenta apartamentos. Que reside quieta, fantasma, martilleada ahora por los pájaros, rallada por el scalextric de la autovía instalado apenas a veinte metros.

Es un tiempo congelado, puro, completamente virgen, un martes destripado, marqués, de ama de casa. El tiempo cósmico siempre es frío, fresco, colgandero, de hiperespacio o calle desierta, un tiempo donde no se ha apuntado nadie, un vaciado.
Espacio con aspiración de metafísico, porque no le queda nadie más, sólo las propias estructuras y vigas de la realidad. También riela la acuciante pregunta de la salud existencial de uno, siempre cuestionable, como criatura aplastable entre los blisters de sus expectativas y su insignificancia cósmica. Uno se libra del vacío de las horas, narrando esta primavera concreta y única, removiendo lenguaje y construyendo bisutería lingüística, ingiriendo y cargándose de lecciones previas, cocinando aquí, recogiendo allá, construyendo lo familiar, peleándome por unos dineros, zampando un poco de televisión.

El Jordi filosófico es una especie pesada y brumosa de mí, de infancia religiosa, época conductista de premios, en una era que nos tallaban para el Bien. La parte apolínea bien criada. Luego está la incorrección, la irreverencia, la rebelión del inconsciente en el cercado, abriéndose cada verano, cada ocasión que cesaba la ceremonia oficial de la corrección. Un cachorro es un juguete que se juega vitalista, una rebelión lúdica. Nacemos lúdicos. Nunca he perdido el picante, ni en las estribaciones hegelianas ni en los valles complacientes. Nada dicta cátedra, lo sagrado empieza a fermentarse nada más encumbrarse.
En estas mi historia, es la de un pasatiempo más, ese avanzar al vacío entreteniéndose, entre-teniéndose, y despistar al tiempo, al cosmos, y a su puta madre. Llegar a viejo, que no es poco, como una chamarilería existencial repleta de detalles y sonidos.

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