domingo, 7 de abril de 2013

Los insectos del amor


París con su vitola de ciudad del amor. Cada fin de semana cientos de parejas foráneas peregrinan a París, en procesión, buscando el aura del amor, un lugar donde prometerse, celebrarse, como la infantería de insectos del amor.

Quien ha estado en París sabe lo relativo de que sea la meca del romanticismo. Pero dos tórtolos atontados, ay, con su racionalidad por los suelos y esa transfusión a cholón de expectativas, les viene al pelo que haya una capital oficial del amor para proceder a la burocracia romántica y expedir pasaportes a hipoteca y niños.
Venecia se lo curra más, que por algo vive inundada, pero al lerdo común le da que París es más capital y que allí se va a oficializar las cosas. Venecia no tiene embajada para bodas, sólo consulado para noviazgos. El amor también tiene cargos.

Así que nuestros protagonistas, que ya han dejado de ser mileuristas y embocan como miuras la salida a bodorrio de los treinta, están nerviosos trajeados en una brasserie con vistas al Sena. La broma le ha costado a él el subsidio de los campesinos de Francia. La comida es propia de un hotel de Benidorm. Ella, hace ver que no sabe de qué va el asunto desde las 6 de la tarde, cuando todo ya apestaba a pedida. Tras el segundo plato, les sirven una copa de champagne, y el camarero le hace un guiñapo indiscreto con el ojo. Fermín se pone la mano en el bolsillo, mira a la derecha, y ve un vikingo de dos metros poniéndole un anillo a su vikinga en la mesa de al lado. Tuerce la mirada a la izquierda, y ve como el señor Nagashita se arrodilla ante una nipona pintada como una geisha. Otea el fondo de la sala, y puede ver heterosexuales, homosexuales y dos señoras de Murcia, rebozándose en el acto que él intenta desencadenar. Ella le ha seguido la mirada, y como un portero en Saint James Park se traga para siempre todos los nervios y todo el abucheo general del ambiente replicante. Sólo espera tensa el anillo como un Gollum yonki del amor. La singularidad al carajo, igual nos casamos todos juntos en Maastricht, igual me acabo tirando al vikingo, qué malo era el champagne.

La brasserie pone una canción atronadora de un romanticismo rancio, él formula las palabras, ella no le oye pero lee los labios, se abrazan, bailan la balada con los vikingos y los señores de Murcia. Nagashita no baila porque está indispuesto y no puede evitar arrojar a los pies de Fermín. Bendito amor, bendita ciudad hervidero de singularidad, a ocho cientos euros el kilo de amor, con escatas y sin la cabeza.

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