lunes, 6 de mayo de 2013

Erótica infantil


La erótica de un niño es inconstante y platónica. Solemos enamorarnos de lo grande, lo notorio. Una hermana mayor, ya admirada por el resto de la pandilla; una madre del grupo distinta, llamativa y rejuvenecida; y una profesora tímida, que es una autoridad encarnada de juventud, que te seduce entre el poro abierto de tu sumisión y la entrada de su esplendor de madre atractiva. Nos enamoramos de las profesoras, las madres lo notan, pero no podemos decirlo porque es delatar un amor ensuciado, laboral, incestual, sólo los bocazas de la clase presumen de su noviazgo con la de música, y la de plástica, porque aparte de boquerones, ya son bígamos. El amor a la señu es un amor plácido, cómodo y en almíbar, una erótica sana de regazo. Se siente a la vez su protección y un deseo fruído con vendas, informe, cuasi anónimo. El niño a todo ese aleteo ruboroso no le ubica casillero, es un sentir anónimo, secundario, y un fenómeno más dentro de los subidones clásicos de la infancia. Los niños son asexuados, el sexo es un código que no aprehenden, una onda no sintonizable, al menos en mi escuela eso era así con unas aulas vaciadas de niñas.

Y llegó un sexto de EGB malhablado, de repente los dos avanzados de la clase, los perniciosos, los primeros en degenerarse, tenían en la boca la palabra paja todo el día, y meneársela, con unos dejes desafiantes de enterados. Era como si hubiesen aprendido un código nuevo, no nos cuescábamos de eso que pregonaban y lo intuíamos como una moda nueva, musical, deportiva, de juguetes, qué coño habían descubierto ese par de pringados que ahora iban de vanguardistas. La lascivia descapullando nuestra era asexuada.

Pero en párvulos sí que nos mezclaron y se me atribuyó durante años un romance que nunca recordé, la Talala, y que para mí no existía. En la prehistoria de mi memoria dicen que llamaba así a una niña, Natalia, que continué viendo hasta la adolescencia, porque sus padres veraneaban en el mismo pueblo que nosotros y mantuvieron la amistad con sus consuegros. Fue tal la insistencia de mi familia en dejar claro mi interés hacia Natalia, que me la hicieron aborrecer. Yo era ya un niñazo de 6 años y me daban la vara con cosas antíquisimas de hacía media vida, cuando tenía 3, así que me distancié de ella esas mañanas de playa hasta los 9, para no casarme a los 7 empujado por el entorno. La verdad que la niña era un encanto y le di la razón y un guiño a mi yo de 3 años por su ojo clínico en el parvulario. Pero ya digo que pesaba mucho el pasado y todos los besos, valses y declaraciones de amor que nos debimos dar a los 3 años, en aquel amor tan cacareado en mi casa y en la ciudad.

Pero el amor de mi infancia, inflamable, celestial y estúpido, fue una tal Marina, madrileña, veraneante en Carboneras, Almería, cuando yo tenía ocho años, y ella nueve. Obviamente se ha mantenido en secreto veintiocho años, porque era un amor de los de antes, a quemarropa y yéndote a dormir cada día a la cama pensando en esa ilusión con rostro. Aguantó esa imagen varios inviernos, y tampoco había en el colegio ninguna igual femenina para compensar la pasión almeriense. Fui a parar allí, en un viaje con mis padres a Almería pasando por Bilbao, tirando de cámping. Ella era la sobrina de los amigos que iban con nosotros, y en su casa nos alojamos unos días finales de ese periplo o vuelta a España. A ese voltio le debo mi memoria ochentera de cierta geografía peninsular, ráfagas de Salamanca, Cascais, Algarve, Mazagón, pueblos sevillanos y malagueños, Ceuta, la playa de cantos de Carboneras.
Marina era una española con una belleza africana en flor, ojos saltándote que no saltones, pelo recogido y vivo, facciones redondas y perfectas, en ese moreno subido de las niñas en verano que es pura sensualidad inocente y apabullante. No leía a Heidegger ni le daba al vodka. Yo me fijé en ella, aquella tarde, y las quinientas tardes más que siguieron. Como los niños quedan prendidos en resinas que ellos eligen como eternas. Todo ese platonismo infantil, idealismo pasivo que no va más allá y ensalza la imagen porque nunca se corrompe en el gasto de realidad, queda perfecta e incólume en su corto recorrido no contrastado. La base fue que ella era una belleza expresiva y evidente, que las hay sólo evidentes, ésta era comunicativa y traspasaba, invasiva. Una belleza fresca, que seguro que veintiocho años más tarde sigue vistiendo, mirando y seduciendo bien. Yo me llevé ese amor estampa al noreste, y le rezaba cada noche como un amor incipiente hecho de garabatos y festivo.

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