lunes, 27 de mayo de 2013

La significación metafísica del cabello masculino


Si me quiero proyectar décadas atrás y volver a los ochenta, me puedo dejar de rapar, y que el incipiente pelo crezca de las laderas de mi calva destartalado, salgan las canas, parezcan angulas películares asquerosillas escoltando mi cara, y en ese enrevesado descuido están todas las décadas pasadas. Los laterales ya no son una película envolvente, ya no siguen la línea cortante de una visión frontal, sino que tienen relieve, son ese musgo desafinante en blanco y negro que se hace notar.

Antaño, arrasar con ese jardín posado de hierbajos dignos, ese vencimiento de la juventud, metáfora y consecuencia de una laboriosidad paralela, dignificante, nada estética, arrasar con todo eso resultaba muy transgresor. Cargarse esas angulillas mal puestas de uno, las hierbas capilares maduras, rastrojos salientes y afeantes de la azotea lateral, por algún motivo nunca se llevó a cabo, sin necesitar avance tecnológico de por medio, pues bastaba un esquilar ovejero para su abolición.

Los pelos destartalados de los laterales fueron un bastión. Una resistencia del cuerpo clásico en la proliferación de los trajes y los objetos modernos. Al ver los pelillos parece sonar de fondo Anillos de Oro, visionamos esos trajes grises y entallados de oficina, el pelo graso en la tofa, un sudor de época y gafas de cristal.

Sólo Yul Brinner, faraón, experimental, divo y rockero, gastaba una cabellera rapada que olía a amoral. Ir rapado, ser atrevido, acabar con los formalismos del pelo, era una cuestión vanguardista y doméstica, ergo, ser un revolucionario encubierto, que quedaba a descubierto. Había que pasar luego toda una justificación mesetaria y eterna, afiliarte a lo punk, lo clandestino, lo eslavo y bizarro de un Kojak para pasear aquel escándalo. "Kojak" fue una mofa social, un epíteto instituido y manipulado hacia el look enfermizo, para alejar más a los hombres de arrancarse sus pelajos horteras. Ya que una cabellera rapada, india, tribal, futurista, valiente y despejada, era desafiante, de rebote herética, de una confesión estética y sectaria, de una sociedad currante, afeada y piadosa. Esos pelillos eran piadosos, pulgas, insectos de piedad. Eran visceralidad de cabeza, marca de tribu. Nadie se merecía rasurar ese emblema, despojarse de unas hierbas buenistas y paternas, desentenderse del resto de la comunidad. Ni rasurarse sólo los laterales - abc de la simetría capilar -, era maduro, más bien futurista, y no había cintura para eso. Hoy en día no hacerlo, es retrógrado.

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