lunes, 27 de mayo de 2013

Pop 84


Éramos niños de un país del sur de Europa y entre nuestras pasiones colectivas vibraba, se alborozaba nuestro entorno con el deporte, rozando lo histriónico.
Los locutores deportivos se precipitaban por sus narraciones sin gravedad buscando el infarto, llegando a las puertas del colapso cardiorespiratorio, salvados por el relevo meteórico de otro compañero en ese carrusel del exorcismo racional semanal. Se desgañitaban en las cabinas frías de los estadios construidos para lo de Naranjito, chillaban en sus grutas radiofónicas, y su declamación parecía escarbar esperanzas bajo tierra. Aquellos quejidos de un país flamenco parecen hoy los deseos que escarbaban milímetros a una coronación remota, a una tierra prometida en forma de Mundial a la que no se arribaría hasta pasados tres decenios.
Convulsionábamos con un gol de Clos ante Escocia, había una frustración general no explícita y es que el país estaba acostumbrado a acumular las miserias tapadas bajo una alfombra, un tapiz orgulloso, delgado y patrio.
En el fútbol éramos patanes, mucho antes del futuro himen psicológico de los cuartos de final. El basket fue el pionero en la excelencia en el deporte moderno, o sea, democrático, en España. Porque esta tierra es un país de baloncesto, se da mejor que el fútbol, pese a la tozudez y obsesión generalizada. Aquí crecen más estrellas mundiales de la canasta como abundan más los olivos, pese a que se desee creer lo contrario. Pero el basket nunca fue suficiente. Sino esa pasión alternativa, gremial y principesca que un día creímos que reinaría. Hoy no es más que una infanta, retirada de toda aspiración.
Crecían los sibilios, los epis, los martines y corbalanes. El Antiguo Testamento del barcelonismo antes del profeta Cruyff, cuando los éxodos a Basilea por una Recopa segundona, y los mantras "aquest any sí" en la pobreza, tuvo también el precedente pionero del basket en esa supremacía internacional que nos descubría los mejores del mundo posible. Vibrar, alterarse, enajenarse, con los de pantalón corto y la pelota, tenía su sentido cuando apareció la excelencia. Esas noches de luz amarillenta, inocentes de triunfos, en el Palau de toda la vida, de todos los siglos, con jugadorazos como Nikos Gallis enfrente, cepas maravillosas como esas criaturas de la Jugoplastika de Split, aldea gala del baloncesto, la tribu de Sretenovic a Kukoc. Vencer a toda la población de Pésaro, no dormirse en Limoges ni Berlín, tener cojones al pisar el parquet enfurecido de Salónica, apocalíptica, homicida, paramilitar. Tomar Milán, monumental, no doblegarse a la esfinge de Meneghin. Acudir al pabellón pudiente y hebreo de La mano de Elías en Tel Aviv, y superar nombres míticos, Miki Berkowitz, Dorom Yamchi, Kevin McGee. Suceder con vergüenza a esa raza de virtuosos lituanos, Kurtinaitis, Iovasha, Sabonis, santos y cardenales del baloncesto.
Esas tardes, anocheceres de luz amarillenta, en que no sabíamos triunfar porque nunca lo habíamos hecho. Esas bregas canasta a canasta, esa cita semanal, vespertina, con la superación, ser regularmente europeos y los mejores, venga quien venga, en cualquier pista mítica. Éramos niños que saltábamos con cada canasta, teníamos nuestros ritos de celebración, supersticiosos, empujábamos cada ataque a nuestra manera en aquellos marcadores ajustados y épicos.
Sin ser conscientes, fue nuestra épica vivida, nuestra mitología estuvo aupada por esos Norris, Epi, Solozábal, David Wood, Sibilio, Costa, Jiménez, Trumbo, Waiters, el que viniese. Y llegó un año que el equipo se traumó, se fracturó, se lesionó masivamente, desapareció. Y de repente, se hizo leyenda, se abrió el Mar Muerto, y continuamos siendo los mejores. Galilea, Lisard, Claudi, Esteller, un par de años de transfusión de épica y campeonismo, bastó para que los juveniles mamaran e imitaran esa actitud, lideraban por imitación, ya en un año muy hoosier, milagrero, más allá de la épica, entre paranormal y colmante para nosotros. Ir a París con toda Catalunya en el hombro de Norris.
Y nunca ganamos una copa de Europa, las perdimos todas en el último trámite, el último sello. Y es que éramos inocentes de triunfos.
La leyenda de un equipo sin anales, la gracia de unos perdedores triunfadores. La rotunda originalidad de todo aquello.

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