viernes, 14 de junio de 2013

Herida de soledad


Un sol tirano tiene tomada esta tierra. A las ocho de la tarde cede su sometimiento, y me escapo a una playa ya deshabitada. De la marcha maratónica he hecho nido en un rincón de la isla, suspendido de tiempo, y con casas típicas que se asoman como criaturas blancas en la montaña y doman el sol.

Una ancianita inglesa de las que hacen su propio pudding y toma pastas de té, me ha adoptado peludo y panzón en su pueblo de hace treinta años. Una anciana de ochenta años de la campiña de Londres, que arrastra su soledad por los parajes de su vida, y exprime los años y Menorca, y la sierra de Granada, y este último café. Me abordó en Cala Pregonda, ella o su soledad, y otro encuentro en el parking, su labia y mis hambres peatonales de coche, hicieron que me llevara al siguiente destino, coincidente con su casa típica menorquina en primera línea de acantilado, que me enseñó tras ofrecerme un té.
Es difícil penetrar mi barrera autista prosocial, no cede fácilmente. Su espíritu comunicante lo consiguió, y plañió con calma el vacío cotidiano de su marido llevado por el cáncer, en esa elegía suya que ahora se confunde con su vida, de una voz que busca al otro con sed, y mata el tiempo con una vitalidad especial, viejecita de 81 años casi, que prepara su pudding y también va a hacer snorkel cada mañana a una cala de la isla, senil, astérix, y nostálgica.

Me ofreció llevarme a Mahón, me ofreció ser su amigo sin pedirlo. Yo dediqué el día a dormir lo no dormido, a hablar con mis estrellas, titilando tras un mar, y a ordenar lo vivido y lo escrito. Pero esta mañana fui a verla a las siete, horario de los vitalistas, y me llevó a hacer snorkel entre las rocas dalinianas de cala pregonda. Nadé hasta la parte trasera del cuadro y vi la cala destripada, desde donde la formaron. Me sumergí en las praderas de algas, con huecos abisales y oscuros donde pasaban caravanas y autobuses de peces. Vi el submundo adosado a la cala, su revés. Luego tomamos su litúrgico café de las diez en Binimel-là, y me habló de sus hijos muertos, o vivos, uno exiliado en Nueva Zelanda, otro fugado con la arrogancia a la campiña costera de Inglaterra, y el más rebelde en la jungla de Londres como trabajador social. Su 81 cumpleaños se acerca, su pelo castaño y sus gafas de snorkel aún resisten la edad, tiene una parcela en el paraíso de Menorca y una cueva vivienda en las santas montañas de Granada, está ya casi en el cielo, pero por un costado le brota una herida abierta de soledad, un torrente de devoción por su mitad fallecida, y una voz gastada de llamar a unos hijos que no escuchan. Tiene la intimidad rota, un vacío que mece los días y le da cucharadas de vida serenamente, en Menorca a biberón y con cuentos de erizos y algas. No lo sabe pero cuida de su herida cada siglo que pasa, y toda la fuerza y el mimo le viene desde el cielo donde ella homenajea y ensalza cada mañana a John. No lo sabe pero es una protagonista de una biografía de amor.

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