domingo, 7 de julio de 2013

Las gargantas infinitas en ti


Desperezarse. En el siglo veintiuno nos desperezamos con la calderilla de twitters, facebooks, países, de nuestros gadgets. Sirven para aletear el cerebro y tonificarlo de su melopea somnífera. La cabeza es ese desván oscuro donde se acumula un pasadizo de datos que a algunos les llega hasta los pies y trescientos metros dentro de la tierra. Cuándo parará está prospección minera en el cerebro, una garganta geológica de imágenes y recuerdos que con la madurez adquiere unas dimensiones cada vez más monstruosas. Cuánto valen los kilómetros de profundidad de la mina mental de un anciano, cuándo inventarán la manera social de asomarse, de oír el eco lejano al tirar una palabra a su fondo. Dónde está ese fondo de nuestra garganta vivencial y memorística. Ay los discos duros biológicos, tan comprimidos en centímetros cuadrados de corteza cerebral, qué mullida invisibilidad. A veces tengo miedo que a tu caja de pandora le de un ataque de verborrea y ya no pueda volver a comer.

Qué multitud de sedimentos guardamos en la memoria, qué largo el pasadizo aquel cuyo circuito de bombillas siempre está en modo económico. A veces nos arrancamos con la linterna y recuperamos datos y emociones adheridas. Tenemos la sensación de archivero que todo está controlado, en su sitio, pese a que su extensión sea monumental. Bendito sistema de archivo biológico, que peina y trenza la memoria en una epilepsia de datos. Esa cabellera que llevamos a cuestas, se porta pero no se ve. Los niños la cosen con fantasía y automatismo, y después la tenemos que encuadernar para que huela a identidad. Siempre hay detrás una traducción, una interpretación biográfica. Ser adolescente es crear un biblioeconomista, dotar un código de vientos para la memoria.
Pocas veces acaece un terremoto biográfico que violenta ese código y obliga a la reinterpretación de todo nuestro archivo museístico. Esa mudanza titánica duele por el esfuerzo que requiere, conlleva borrarnos un poco, transitar la nada, y reinventarse de nuevo.

Nos es cómodo olvidarnos de nuestras cuevas subterráneas que nos recorren y se hacen infinitas con la edad. Nos sentimos acompañados íntimamente cuando nos topamos con alguien que nos hace sentarnos en su reborde, tira una moneda al fondo, y nos recuerda nuestra inmensidad.

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