viernes, 9 de agosto de 2013

10 de la mañana, agosto de 1981 [1/3]


En el verano éramos criaturas callejeras, la calle era plaza pública, el sitio de mi recreo. Un niño acude a la calle muy profesionalmente, con vocación, ahí están los suyos, la panda, el instrumento dedicado al leitmotiv de su vida, el juego. Somos activistas y fundamentalistas del juego, y por su cancelación protestamos con el alma a berrinches. Todo chaval tiene una expresión drogada en la fruición del juego, la boca abierta, entusiasmada, ojos exclamados y emisión de soniditos placenteros de goce. Después vienen los juicios empachados y amnésicos: ha sido el mejor día de mi vida mamá. Así de gloriosa y repetida es la infancia.

Si en la calle no se había formado la panda renacida cada día, íbamos a buscar a los aliados del día, por orden de jerarquía. - Está Miguel? - Niño, quieres desayunar? - Venga. O si éramos madrugadores, ejercíamos esa conducta universal de los cinco continentes, y de todas las culturas, de lanzar piedrecitas a la ventana del amigo como despertador compinchado, o bien maullando, hasta que fulanito reconociera entre sueños la voz impostada del gato amigo.

En los niños se da una unión y unos lazos comparables a los matrimoniales. El amiguete forma parte de uno, se inmiscuye en la vida del otro con toda licencia, hasta sustituirle si hace falta. Las vidas de ambos se invaden con tesón, se quiere compartir la existencia intensamente, es una vida entregada y leal, llena de favoritismo. Cuando un niño dice aquello de mi mejor amigo, hay detrás un juramento, con todos los juguetes y héroes como testigos y condiciones.

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