miércoles, 25 de septiembre de 2013

Día en Marrakech


Dejamos el Riad tras desayunarnos y cruzamos aledaños. Aledaños con el color sonrosado de sus casas y pintadas que versan sobre el fenómeno Barça. Pasan mujeres moteras en vespino y burka integral, como kamikazes del Islam. La ciudad está desprevenida, todo se está desperezando como un pueblo dormilón, la rutina aquí no empieza hasta las once. Ayer, como todos los ayeres del año, hubo resaca para todos, la noche entró en el día siguiente con el festival de la plaza, y las tiendas abrieron en su noche de verano eterna.

Nada que ver con la franja horaria en nuestra llegada, entonces se daba la vitalidad de la hora punta vespertina, aquí hora lanza. Motocicletas en caravana adelantando a carros con borricos y turistas por callejuelas del zoco, desbandadas de niños pájaros por las aceras, un tráfico de carreras de autos locos con guardias vencidos, y una multitud apabullante y frenética que amenazaba nuestras pautas y el orden septentrional de las cosas. Encima sin cámara que es cuando el turista pierde el escudo. Toparse en general con una mirada colectiva muy macho, muy quinqui, poco agraciada y tosca.

El olor de Marrakech es una guarnición perpetua del viaje. Un olor peculiar, mezcla de ingredientes y notas concretas. El olor agro, capril, la nota a alcantarilla no resuelta, algún eco de especie, el hedor avino, a ave colgada, la fragancia del cuero comercial. El olor sobresale de un segundo plano en los flancos del viaje, en sus bajadas, endosando una atmósfera rechazada por nuestro olfato europeo.

El despliegue de los tenderetes de cena en la plaza, sus esqueletos metálicos, y dando con su humo un aire sacramental al atardecer de toda la ciudad. El humo sacraliza, engrandece una escena y cubre de solemnidad una tarde cualquiera. La gran plaza hierve de vida, la solución del laberinto es un latifundio abierto y antípoda.

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