sábado, 9 de noviembre de 2013

La inteligencia atávica de los niños


Hay una inteligencia atávica en los niños, una astucia prematura que sale afilada de fábrica y se ejercita de vez en cuando a la hora de conseguir algo, hasta ser casi más listos que el hambre. Como la fuerza del hambre en los perros, que hace remar a todo el personal neuronal en la forma más depurada e inteligente posible. Lo mismo sucede con los críos y sus genialidades egoístas, donde el mal asoma sus orejas con brillantez y cierto espectáculo, y aquí algunos se llevan los carteles de niño maldito para toda la vida.

Al llegar al colegio, los profes y señus tienen un papel comadrón y nodricio, se da una estima mutua, algún que otro amorío, y se les regalan colonias y turrones por navidades. Ese trato cambiaba con la edad, se iba empinando la enemistad, y el nivel de cabronería crecía por ambos lados. El poder del régimen escolar lo tenían los profesores, y creo que ellos dispararon primero. La resistencia, nosotros, se replegaba hacia la popa de la clase, y las inteligencias atávicas empezaban a conspirar, rápidas, brillantes, en colmena, justicieras. 
La declaración de guerra del profesor, tratándonos de mocosos, gamberros sin salida y gentuza, provocada por su hastío ralo y la escoliosis de una vocación ramplona, iba a recibir el hostigamiento de cuarenta astucias asociadas con cara de ángel. Dicha operación, se lacraba con un nombre al igual que las puerto, malaya, gürtel de nuestros días. La operación empezaba y acababa con un mote. De los cuarenta cerebros apenas había unos microgramos decentes para la poesía, pero se configuraban para ejercer un acto poiético, artístico, que era sintetizar toda una personalidad en la palabra gimnástica, clavada, que definiese al profesor y lo ridiculizase. Tener un mote era ya caer en la lista de los tipos a ajusticiar. Sería hacerles la vida imposible de forma maquinada y calculada, aprovechando cualquier momento de confusión y jaleo en el aula. La entrada de una paloma, las tormentas, la respuesta airada de un compañero, un error de pronunciación al hablarnos, y sobrevenía el caos aberrante y orquestado, como un muestrario de odio automático, interrupto, racionado y rebosante. Los osados cañoneaban con gritos, los barítonos con murmullo y repiqueteo, los piadosos tosían y encubrían. Era un coro de la bulla que tras el canon del caos callaba mineralmente. O la mesa del tutor, se disponía a un milímetro del borde de la tarima como un artefacto a desplomarse a la primera palmada sobre ella. Contra el prefecto, caudillo leridano del colegio, se simulaban peleas de tumulto en el patio para que acudiese pitbull con el pito y luego lanzarle pelotas de plata golpistas y cobardes.

Tal vez la línea de comienzo de esta guerrilla escolar se demore con las décadas. En tiempos franquistas, hasta los tiesos tutores de primaria podían provocar la aparición del pillo precozmente, y hoy en día los blandos y demócratas profesores de Eso pueden promover un colegueo inmune al arsenal atávico del colectivo. Las clases huelen menos a ese coliseo de arena donde los niños se encomendaban a la astucia frente a la fiereza psicológica de un profesor rebotado.

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