martes, 26 de noviembre de 2013

Mañana en Porto


Envalentonado me aproximo a una de las sedes del vértigo en Occidente. El puente de Luis I sobre el Duero. Si la ciudad ya flirtea con ser perpendicular a él, aquí el ángulo recto es meridiano. La otra vez me achanté, en ésta es sólo una ilusión de fortaleza la que tengo al iniciar el puente. Tras unos cuantos pasos, la escritura se suspende, en general el cerebro, que escanea unas vistas cíclopes, con barrancos tras un reguero de tejados que van a dar a ríos mates y gelatinosos de alturas. Es la incomodidad del precipicio, su energía potencial chillándote. Es toda esa potencialidad de cetrería para la que no hemos nacido, bípedos y terrestres, antónimos del águila. Una fuerza de gravedad amañada, que ya no nos pega al suelo, y provoca desorientación, mareos en otros, a nuestro gps biológico.

Dejo el puente e inicio el descenso hasta la torre de los Clérigos. Pasan portuguesas del norte, tan hembras; como su tierra, apuntan a ser más accesibles y franqueables, en especial las cejijuntas claro. Se suceden panaderías, con el hojaldre luso de un dios menor. Un hojaldre grueso, blando, mullido, que no cruje ni por asomo. Luego en Brasil se replica el mismo hojaldre que hace bola en la boca, panadería desgraciada, en una burda fotocopia colonial, y a ese país aún ha de venir alguien que revolucione el hojaldre, francamente, helénicamente... que es donde tienen el mejor hojaldre del mundo. Los griegos, siempre los griegos.

Cruzo el centro hasta el mercado de Bolhao. Un trompetista interpreta un "vamos a suicidarnos" simulado, un tema triste, lento y herido, que no desentona con el azul y la melancolía de Porto.
La arquitectura silente, de persianas cerradas, se torna ciudad fantasma si uno repara en la cantidad de edificios abandonados por el centro. Me entran ganas de comprar uno de ellos y restaurarlo lentamente. Se lo dejó anotado a otro yo rico que tal vez acuda allí en un futurible. 

Las primeras de la clase de las gaviotas, aparcan su planeo en el mercado de Bolhao y se posan en los camiones refrigerados de los pescateros al acecho.
Toda la nostalgia de lo que fue el Borne de Barcelona supura, en este mercado anclado en su, nuestro, pasado. Tiene todo el perímetro exterior con su corona de comercios de abastos, granel, artesanos, campesinos y botijeros. La tienda modernista de semillas y abonos, sigue en pie, en local premium, no derrocada por Amancio Ortega el Grande. Enfrente cuelgan chorizos, morcelas de Cabidela, y un pan de leña mulato que me envuelven en papel de estraza y se lo llevo bajo el brazo a mi señora, con toda la maleta y el vuelo perfumado, por un café de la colonia recién molido. Conclusión: en Oporto dan ganas de trasplantarse.

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