viernes, 22 de noviembre de 2013

Post largo sobre Oporto


Despegue, el piloto chafa el acelerador. El desgarro acústico del avión, cuando hace jirones el aire y arranca.

La aeronave ya ha brincado la paralela del este al oeste de la península apenas en sesenta minutos. Sobrevuelo bajas colinas vaporosas, con la bruma suspendida sobre los pueblos, como un depósito de sueños. Diviso un finisterre antiheroico, una tierra verde oscura, lánguida, que no es umbral que canta inflamándose un nuevo mundo, más bien un fin de tierra a secas nada glorioso.

Porto es vetusta, grisácea, una ciudad silente, con un vahído monacal actual, y ancestral. Tiene la piel empedrada por donde le surcan los coches, como un reducto ya casi inédito, y tiene el cutis a baldosines. Es una conurbación museística, de paisano, un viaje en el tiempo a un lugar donde la modernidad insegura no ha borrado lo recio de un pasado. 
Rincones con vocación inglesa, en una hermandad de brisa. Los edificios, solemnes en su dejadez vetusta, parece que están allí hace eones. Silencio, quietud expectante, y una presencia telúrica de fondo, como una invasión del océano. Ciudad del sosiego. A veces pueblo, a veces monte, a veces capital. Porto es lírica, bonita, vetusta y literaria. 

La ciudad se precipita, avalancha de calles, entre rampas y barrancos empedrados. El río sobreviene, se aterriza en su ribera. Oyes antes el llamado portuario de las gaviotas, atlánticas, como vocalizando un peligro, que es un socavón infinito de miles de kilómetros cuadrados. Las gaviotas son el módem del mar. Su canto pájaro es alarma y no la canción de su especie, porque llevan un cansancio de océano y son vigía de latifundio. 

Ribeira, dorada de sol, alhaja ribereña. Todo el mundo fotografia el lamido inflamado del sol en las cristaleras de los balcones, que les otorga una arquitectura de lujo horaria, biológica y portátil.
La urbe con linde, tan sólo una lengua de mar franqueable pero no. Borde imantado, a donde van a parar las gentes. Límite más sutil y anual que un mar emplayado y temporero.

Perros desestresados, paradinhas del tiempo, quietud secular. Soy de Porto, soy bardo, legumbrero, sopero y azul. Porto es tal vez como su espirituoso, una cuestión de fermentación, madurez, y reposo. Va contra la moda, en un debate pasivo catatónico por su parte, queda enfrentada a ella, y eso la hace actualísima. Al despiste me hago con un juguete de los setenta en una tienda céntrica. Cafés a sesenta céntimos, platos del día a tres euros cincuenta, y esas cosas tan desfasadas.

La ciudad bipolar que recorrida en la otra direccion es por un efecto fisiológico una ciudad diferente.
Resonante, aturdida, palpitante es la vista ahora de las mismas calles con sus iglesias de antes, pues el corazón está a cien en la subida adrenalínica, repecho tras repecho.

De noche parece toda ella unos faros rotos de automóvil. Me alejo del río pero noto su presencia. Las ciudades con ríos que parten la pana, contienen su fuerza atávica, telúrica, que todo lo configura. El río manda. La ribera del océano empieza barrio adentro. 
Oporto tiene el desorden justo y oportuno, para que fluya la vida silvestre, la verdadera, la que no se estanca, ni reseca, y se realimenta. El desorden extinguido de la mayoría de urbes europeas, tan asépticas y modernas, que han higienizado nuestra menestralidad y se han cargado una esencia rudimentaria, frugal, mamífera, que nos acaba doliendo por falta de aventura en las cosas, los objetos, los vecinos, los oficios, tan acabados y técnicos.

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