jueves, 9 de enero de 2014

El ensanche de la globalidad


Dos hombres con la camisa abierta se levantan ahora de una cena calurosa en ese piso de Río. De manera simultánea, lindan con nuestra realidad hivernal, con los apartamentos alfombrados, tapizados, y nuestra forma de vestir monacal hasta el destape progresivo de junio. Colindan con una existencia ártica en Nueva York, donde la piel se quema pasados veinte minutos. En Río, bandadas de aires acondicionados mellan las fachadas desarrollistas en las alturas. Una profusión de bombonas de frío en vena oficinista, una transfusión artificial ante la asfixia tórrida. El eterno verano da esa liberación de las camisas abiertas esta noche, y un arsenal cosmético en el baño para configurar una piel cocida, frente a la industria lanuda que aísla el norte y su farmacopea que afrenta al nitrógeno líquido de las estepas. Si fuera sólo eso. 
Brasil amanece con la pausa de salir a la terraza y contemplar el vaho rosa del Atlántico, Escandinavia pelea por la mañana en una jauría de nieve y vaho bronquial hacia el trabajo. Culturas ya simultáneas a estas alturas, que un día se enfrentan en un partido del Mundial. Nuestra postura intermedia climáticamente hablando, describe una elipse moderada, pero suficiente para enfocar todas nuestras vidas como girasoles basados en la temperatura. No somos más que un gran sensor biológico, barroco y con extremidades. Algunos consiguen violar esta gradualidad geográfica, montándose en aviones que desbaratan la legislación biológica, en un concierto wagneriano de tropicalidades seccionadas por el ártico repentino, otoños australes y trombones monzónicos sin tregua. Las tripulaciones de los aviones son los seres más globales del mundo, y sus hormonas deberían ser analizadas. Alguien abrió el tapón de la globalidad y lo simultáneo allá por el siglo XX, y se inauguró una gran calle que verdaderamente nunca duerme y no se acaba nunca. Calle, avenida, arteria, u océano virtual que copa y desborda la escala de un solo hombre y toda su biografía.

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