viernes, 7 de febrero de 2014

Magia neuroquímica


He visto el efecto de la marihuana como el de esa chacha que desmonta la cajonera de tu despacho, la limpia y la recoloca, sólo que lo hace con la cabeza de uno. Un efecto higiénico, como si en nuestra cabeza no se acumulase cierto polvo, suciedad sedimentada, que tras doscientas semanas sin limpiarse nunca olerá pero sí inhabilitará.

Están claro, los efectos espectaculares en directo de la marihuana, los que no perduran. Yo hablaba del efecto indeleble, el medioplacista. Los otros efectos, tras la ingesta, consiguen un estado alterado de conciencia, que es mucho, como efecto, pues es capaz de trocar la personalidad de uno. Viajar sin kilómetros. 
Bajo sus efectos, mucho más reflexivos que con alcohol, puede revolucionarse una condición humana tan cataléptica como pasar de ser extravertido o introvertido. Es una facultad atávica, cuasi inamovible, una dinámica de muy lejos y muy profunda, que la marihuana consigue desfosilizar. 
Llegué a experimentar acudir a un centro comercial como lo haría un extrovertido extremo, aquel que ve una oportunidad, un horizonte en cualquier encuentro social, pues puede surgir una conversación franca con un desconocido, un intercambio vivencial de veras, una amistad que sólo precisará de dos remaches fortuitos más para ser duradera, o una relación amorosa nacida en una relojería, o una empresa en una cola del carrefour. Acuden a un centro comercial o a cualquier calle con las antenas parabólicas de su socialidad de par en par abiertas, a la expectativa de la relación social, inflamables de cercanía. Yo en cambio, debo ser huraño a su lado, con mis antenillas  introvertidas sin sensibilidad. No es que me plantee no hablar con nadie, no intercambiar vivencias con ninguno, pero tengo cero expectativas de ello. Acudo a un centro comercial a proceder a la compra semanal, tal vez en un mercadillo, más natural, me lo plantearía, al tratar con los padres de esas cebollas, y sentir el aliento de mujeres heptagenarias que sólo miran y echan la mañana. Mas, los mercadillos, no volverán. Siempre voy con la sociabilidad envainada, y hoy extrovertido, comprendo lo radicalmente diferente que sería mi vida o la suya por una leve cuestión química del cerebro. Unos milímetros moleculares que trocarían toda nuestra vida, profesión, pareja, y rutinas. Ni mejores ni peores, pero sí polares. Entonces, este viaje, a las antípodas de mi personalidad, comprendo que es impagable, higiénico, y necesario. Yo no soy el que dice que las drogas sean malas, yo digo que las drogas son buenas.

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