sábado, 8 de marzo de 2014

La sexualidad en los bares parroquianos


En el Eusebio desenvaino mis libros. La barra de este bar es un palomar de hombres maduros acurrucados frente a la damisela que regenta la barra. Sementales mansos y tardíos que se contentan con las sonrisas de su dulcinea, las fantasías que elecubran, y las miradas furtivas que roban cuando se gira, en una prisión sexual con sabor a café y vistas. Están sentenciados a la barra de un bar, y a ella acuden masoquistamente. Mientras, junto a la tragaperras, en el patio de la prisión, otros tertulian acerca de los partes meteorológicos, si aciertan o no, y luego derivan sobre los meteorólogos del franquismo. El tiempo. El principal tema humano. Nuestra vegetalidad delatada. Barça y lluvia, no salir de ahí todo el día, toda la vida, ascensorismo eterno, vidas que recuerdan a la posta de huevos bruta de las ranas como si el origen y valor de la vida viniese de parir giñando. 
Alguna tarde ebria de viernes pasan la raya, y vomitan libidinosamente a la camarera sudamericana todo ese encierro genital que padecen. Carlos, usted ha bebido mucho. Y la santa barra ejerce de cortafuegos como nunca, y Carlos eleva sus apuntes soeces en grado exponencial al tiempo que bebe más, porque sabe que con suerte y un poco más de pacharán no recordará lo que ha hecho y estará dispensado de responsabilidad. Su yo de laborables se levantará sólo con la duda difusa de qué habrá liado otro personaje que a veces habita algún viernes su realidad. Se permite una realidad de ficción, beoda, acosadora, que guarda en algún calabozo del alma y cree tener controlada. 

Únicamente la sonrisa indígena y pura el lunes, de la camarera sudamericana, redime al salido jubilado ibérico. El exceso de bondad de ella y los dos días por medio, olvidan el altercado procaz y faltón del viernes. El propietario del local ya selecciona a las camareras con una paciencia bárbara y una bondad a prueba de imperialismos machistas. Ellas provienen de ciudades aldeanas y no de urbes especulativas, donde la salidez es franca y no se disfraza de lunes a viernes de otra cosa. Pervertir es eso, disfrazar la avidez sexual e ir tejiendo trampas de cazador. Llegan a un mundo de pervertidos con aspecto de señores que sólo van a tomar su café. Entoman su cortesía y esa simpatía algo exagerada, de europeos debe ser. Y cuando la perversión aparece, siempre catapultada por el espíritu del vino, se quedan a cuadros. Y se sienten menos comemierda, por venir de un país chabolero y cobrar seiscientos euros de sueldo, porque captan la tristeza de las vidas de los señores salidos, su decadencia, la entrega al alcohol que los libera cuando los niños aún no han salido de los colegios. Y cuando les espetan, Rosalía te comería todo el coño, ella le responde que han abierto un restaurante gastronómico de los Adriá en el barrio, y él suelta una tontería y se pone a cantar, y ella le sirve la enésima copa que luego le cobra con tarjeta. Mientras ahorra para emprender algo cuando abdique, cuando deje de ser la Reina de ese bar que domina tan fácilmente. 

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