viernes, 25 de abril de 2014

El arte: una cuestión ergonómica y circadiana


Soy de levantarme por la mañana de cepellón, hay un momento D en que todo el cuerpo se despierta y se ha de izar irremisiblemente, sin vuelta atrás. Dormir siempre fue sagrado, no para mí, sino para el altísimo, que no es otro que mi cuerpo. Él manda, nuestros yoes no son más que subalternos engreídos. Decía que yo era tronco de secuoya durmiendo, ocho horas justas pero inmaculadas, sin interrupción y desconectado de todo lo que pasaba ni a treinta centímetros. En la incipiente vejez de los treinta empiezan a aparecer termitas de desvelo en aquel tronco macizo de antes. Las ocasionales noches de borrachera también eran mutantes, dopaban al cuerpo y lo izaban con energía, prematuramente, al 50 % de tiempo, hígado mediante.

Después están las feromonas éstas del escribir, y su difusa glándula. Los desvelos prematuros, las persianas rotas, son los principales agentes literarios en la vida de este waltermitty, Jordi Santamaria. Por la noche antes de dormir, blindo de oscuridad toda la casa para evitar que cualquier hilo de luz se cuele hasta la habitación, y provoque que me ize irreversiblemente a las siete en punto de la mañana. Pero lo que hago, sin conciencia, es apagar toda mi literatura y mi obra, bloquear mi espacio literario natural, de siete a ocho de la mañana, cuando ponen las calles, y la gente corre a trabajar. Los sofás espartanos, de 200€ del Ikea, también ayudaban al embarazo de mis libros. Porque una casa es una cama y un sofá. Dos santas instituciones que son como gatos domésticos o satélites de nuestro cuerpo. Mi vida es yo y mi cama, yo y mi sofá. A mi me cambiaron el sofá y me cambiaron mi cuerpo, porque ya no sé si era el asiento diario donde se acoplaba o era ya la forma de mi cuerpo. Pero lo más grave es que me han cambiado la literatura, me han cambiado la obra. Porque este nuevo sofá es de otra raza, es un sofa burgués. Teníamos un sofa espartano, un tresillo sobrio, alto y duro, donde, era posible trabajar, vivir erguido a la escritura. Pero nos ha venido vía mi hermana, un aposento postrado y mullido, excelente para hundirse, llegar a las 20 a casa, desconectarse y morir con la televisión. Postrado en él mi rostro literario hace muecas sintiendo los treinta centímetros de descenso como un despeñaperros de quinientos metros, y mis posaderas en terreno esponjoso, flanesco, con una espaldera de copa, me subsumen a cinco grados de la cama en posición fetal de salón. Encamado no se segrega literatura, que necesita de superficie dura y evita el aposento de flan.

Y así de doméstico, ergonómico, logístico, circadiano, somático y hormonal es el arte. Se doparán, en el futuro, habrá pastillitas de la entonación, de las coordenadas, de la inspiración, mucho mejores que la clásica farmacopea de vinos, absentas, porros, optalidones, prozacs y valiums, que ha nutrido los anales de la historia de la literatura.

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