martes, 20 de mayo de 2014

Belleza y aguarrás


Asomo por la escalera, bajando a Kobe, y me aparece un pibón maduro y grácil que se dedica a limpiar escaleras. Durará lo que un caramelo en un colegio. Se le ven sus facciones emigrantes, su honradez proletaria, y la estela de que acaba de caer en el puesto, en ese lugar en el mundo de fregonas y riñonadas, con su cara y porte disonante de princesa. Encarna cada mañana una excepción, que lleva una fecha de caducidad. Su empleador, algún señorito de las escaleras, la trasplantará a su parterre interior, a hacer de cónyuge cenicienta, que no cesará de limpiar tras los sueños preliminares, por bien que empezara el cuento romántico de la empleada y el abogado. Pero hoy su situación tiene un tic tac adosado, al que le llueven decenas de ofertas al día, porque la belleza y la escoba repelen a los ojos posesivos del que mira, y ve una estampa que le resulta barata en el inconsciente. Ella, maquillada y óptima de aspecto en su labor, postula unas cotas mayores. El cuento de las princesas que limpian escaleras en el siglo XXI. El veneno infantil de la estética, inoculado por el vial de los cuentos en forma de princesas impolutas. Manual de citología pija. El innecesario fomento de la belleza en el ser humano, que tiende a ella, y que hasta en un despiste de cuarenta años, la colecciona en casa. El princesismo barato que resulta de la unión de pobreza y belleza. Pese a que lo pobre sea siempre por definición económica barato. La belleza es un salvoconducto, que a veces hace olvidar la guerra. La belleza es un vehículo más potente y rotundo, de mucho mantenimiento, más veloz y peligroso.

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