jueves, 1 de mayo de 2014

El cáncer de la piedad


Pero un gran peligro del cristianismo a escala masiva era la piedad. El buenismo fomentado por su doctrina acababa dando mártires en un mundo de pillos y cristianos. La gente que se tomaba en serio eso de ser buenos, y quedaba impreso para siempre en sus instintos. Gente piadosa que entre el bien y la tomadura de pelo, ponía la otra mejilla, y eran el lado hendido del mundo, el flanco de los parásitos desligados de cualquier moral. Una masa blanda que votaba la abstención moral frente a los escándalos, un colectivo dominado que sí cuchicheaba pero no iba más allá. Toda su potencialidad como personas y profesionales, iba cercada con ese collar buenista, que relegaba frente al prójimo, paralizaba las aspiraciones personales, para que siempre viniese el listo de turno que se colaba en la fila de los sueños, y la vida se iba con una desventaja autoimpuesta y católica.
Al final la piedad se ponía rancia con las décadas y con el balance devastador frente al vecino provocador. Aparece entonces un fundamentalismo, un morir con el cilicio puesto, y se acaba campeón de la intolerancia.

Nos enseñaban a ser buenos por ser buenos, por un mandamiento divino, algebraico y vetusto. Nos mentaban el Sinaí y las tablas de la ley, empollábamos los mandamientos como las capitales y los ríos, y ya no llamábamos de usted a los profesores ni madre a nuestras madres, pero aún había una distancia sideral entre las generaciones, si es que treinta años no ha dejado de ser nunca una distancia psicológica sideral entre la tradición y las nuevas generaciones.
La bondad impuesta y examinada, con calificaciones, como una asignatura, como las matemáticas. Y el pecado sobrevolando, la daga de la culpa prefrabricada para cada uno de nosotros, para írnosla clavando poco a poco de ahí en adelante. Un mundo justiciero, castigador, donde se inaguró nuestro masoquismo marca de la casa.

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