domingo, 18 de mayo de 2014

Paranoias barra novelas


La casa quedó deshabitada once años. Las plantas treparon paredes y altillos, en una melancolía azul y vegetal, de un descampado colonizando una familia. El polvo fichó cada mes y votó cada cuatro años, poniendo en duda otra vez que el big bang no fuera polvo primigenio expandido. La penumbra fue el notario de aquellla era, y los hilos de luz se colaron desde el inicio como si aquel vecino hubiese tenido manos de escenógrafo al cerrar la persiana. Las noticias y el mundo golpeaban las persianas del apartamento inerte durante más de una década, decenas de transehúntes miraron sus párpados desde la calle, mientras la casa se volvía cueva. La familia Serna Suñer acababa en cueva, con todos esos marcos de fotos refrigerados y polvorientos, la ropa de una vida levitando en los armarios, y la cubertería durmiendo un sueño eterno en la cocina.
Once años hasta que el hijo del vecino ya fallecido encuentra la llave de los Serna y se decide a entrar en el piso. Al recorrerlo encuentra a faltar un casco con luz de espeleólogo y un papel para escribir esa nevera de tiempo, donde el viento o la vida silban en cada objeto detenido de la casa. Prefiere retener esa lírica metálica, no tocar ningún objeto ni tema legal, y mantener ese reservorio del vacío. A lo sumo visita el museo fortuito cada par de años, alguna vez acompañado de un ser querido. Se subsumen en ese piso embalsamado media hora y se dejan apabullar de muerte sostenida, de vida suspensiva, de flashes biográficos enteros. Espectadores de la premuerte de los otros, de una obra familiar abierta y acabada, en un más allá irreal en Fuencarral esquina con Velarde.

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