domingo, 22 de junio de 2014

Historiografía de un jardín


El jardín de nuestra casa sí ha ido mutando, y se pueden repasar sus catacumbas imaginarias, para recordar nuestras diferentes civilizaciones en estos cuarenta años. El cerezo ausente de los años ochenta, que presidía barbacoas pobres entre un frío más agresivo por psicológico, en unos años precarios. El huerto que lo acompañaba, a juego, desordenado y menestral, cuando el jardín apenas tenía una función estética, y la palabra abastos aún se utilizaba. Después vino la grava, que es un césped rudo, que era la diferencia canónica entre la clase media y la clase media-alta. Los solares de estas casas son parcelas de campo reinventadas, que acaban teniendo muchas más plantas que su secarral originario, y por tanto más bichos e insectos. Ir al campo aparte de un relajante vía las vistas de nuestros ojos, ha sido una estancia íntima de tú a tú con una pléyade de bichos certificada en nuestra piel. Esa era la diferencia textil entre el césped y la grava. Pero nos permitía jugar al tenis circular, aquel engendro en que la pelota estaba atada a una espiral de hierro. O al golf de las cien pesetas, comprando palos y pelotas de plástico en prebazares chinos, y haciendo el único agujero en la tierra con las manos. El adictivo y estupefaciente fútbol sólo se jugaba en jardín a una corta edad, cuando nuestras dimensiones no desballestaban una casa. Esos años en que nos disfrazaban con camisetas oficiales para un partido, y se nos hacían fotos con los primos en una época que no alcanzamos a recordar. Luego, el fútbol se salía de las casas tumorado hacia las calles, las plazas, las playas.

La sagrada manguera siempre fue una secundaria insustituible. Al venir de la resecación total de la playa, la lluvia refrescante y salvaje a manguera la hacía imprescindible año tras año, pues de alguna manera nos restituía. Descalzos y desnudos sobre la grava, con esa inundación, experimentábamos un edén meteórico. Nos fundíamos entonces con la naturaleza, nos extirpábamos toda la memoria del asfalto y de los techos de ciudad, y sin saberlo nos estábamos regenerando.

Sólo queda en pie en este jardín fotografiado a smartphones, el hermano de aquel cerezo, un albaricoquero. Primero desapareció el ciruelo, por estar en medio de todo, como un rosal que también se esfumó, luego se fue un manzano treintañero que nunca dio manzanas pero que caía bien. Dicen los mitos que hasta hubo un almendro. Al final los que han desafiado al tiempo han sido un olivo y un madroño, arrugados, retorcidos, dispuestos a sobrevivirnos. Porque los que siempre estuvieron, y nunca se marcharán, los únicos autóctonos del lugar, son tres pinos ancianos y monumentales que no paran de reírse. Saben que ese jardín ha sido preservado por unos padres y que ha sido su obra eterna de cada tarde. Sacar hojas, segar la grava, podar los árboles, cortar el seto, abonarlo todo, y así. Una obra exhibida unos minutos desgranados de otros minutos, una penitencia agradable, el reservorio común de los Santamaría Lasheras, el escenario querido, algo así como el edén parcelado de treinta metros cuadrados. Dicen que mi madre, antes de subir al cielo, arregla feliz un jardín donde aplica su mimo a las plantas, sabia y zen, como antes lo aplicó a unos hijos, al gobierno de una casa, a una vida épica que preside desde sus azaleas y sus mimosas, en una metáfora del retiro merecido de una diosa común y madre.

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