miércoles, 6 de agosto de 2014

La aristocracia del tiempo


Procrastino, me levanto y durante una hora vacacioneo. En la infancia y adolescencia se daba la vacación pura, el abandono aristocrático y efebo de cualquier terreno laboral. Digo aristocrático y no edénico, porque ni ciertas afueras privilegiadas de la burguesía implican felicidad automática. La vida de un aristócrata o las vacaciones de un niño de clase media acusan la condición gruyère de su tiempo. Para un animal primate con lóbulo frontal desarrollado, aka lo humano, el exceso de tiempo liberado suele producir hastío y problemas. Lo padece una minoría y es incomprensible desde la otra orilla. A diferencia del exceso de dinero que crea bancos y cajas de ahorro, el exceso de tiempo no puede meter tuppers de tiempo en el congelador o dejar días en salmuera. El tiempo es un bien íntimo y personal, de difícil reciclaje. Al fin y al cabo el tiempo así, a modo de disposición, no es otra cosa que Vida, contante y sonante. Tampoco es que se viva más, pero sucede algo parecido a poder mirar el reloj reiteradamente dando la sensación de que el tiempo pasa más despacio. ¿Has vivido más? He vivido más rato creo, no me va a salir quejarme. 

Llegados a una edad la gente suele entregar su tiempo a criar réplicas vagamente enamoradas de sí. El proyecto inicial era crear en aras del amor un círculo virtuoso con los genes de por medio. Uno-una se mete en ese barco que a poco no deja de alejarse de una costa otra, soltera, intrépida, banal y sola, hasta que su reactivación obliga a una travesía de náufrago. Llega un momento en la vida que pasamos de ser unos veraneantes aristócratas con amistades sindicalistas e inoxidables, a unos marinos en alta mar hostil, con la brújula laboral macabra, un billete de enamorado caducado, y la vida picada de hijos. Jaja, más o menos. Alguien nos vendió la moto, ya sólo nos quedan toneladas de status de facebook para intentar maquillar eso.

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